No sé de dónde ha salido tanto interés por la información meteorológica y todo lo que la rodea, salvo que exista -y algunos lo desconozcamos- un impulso por acelerar el proceso de transformación de humanos más o menos inteligentes en expertos idiotas. Desde hace unos años, no sabría decir cuántos, los medios de comunicación han convertido lo normal en extraordinario. Tiene sentido vivir pendiente del cielo si uno se gana la vida con la agricultura y la ganadería o si ha sufrido un ataque feroz de religiosidad cristiana, pero no si trabajas de cajero en un supermercado, de oficinista en una gestoría o de peón en un taller mecánico: si va a hacer calor, poca ropa; si va a hacer frío, bufandita; si va a llover, paraguas. No es tan complicado. Sin embargo, el tiempo dedicado en los telediaros a ofrecer la información meteorológica ha crecido sin control, incluyéndose en ella, además de publicidad pura y dura, enormes pantallas repletas de miles de píxeles que pasan de las isobaras a un paisaje marbellí, e innumerables imágenes que innumerables ciudadanos han realizado con sus innumerables telefoninos. Y si las predicciones fallan, porque predicciones son, algunos hasta parecen dispuestos a aplicar la prisión permanente revisable al director de Euskalmet.