La violencia asociada al fútbol, vandalismo irracional aunque muy real que tanto parece preocupar pero del que nadie se ocupa y del que se habla solo cuando se produce una tragedia, vivió ayer en Madrid un nuevo capítulo de su historia más negra y más brutal. Un aficionado del Deportivo de La Coruña, Francisco Romero, murió tras ser agredido de manera salvaje y tirado literalmente al río Manzanares en las inmediaciones del estadio Vicente Calderón, donde su equipo iba a disputar horas después un partido frente al Atlético de Madrid. No hay que olvidar que en poco más de una semana se cumplirán 16 años del asesinato del joven aficionado de la Real Sociedad Aitor Zabaleta, también en los aledaños del campo madrileño y tras la agresión de aficionados ultras del mismo equipo, el Atlético. Aunque aún no están claras las circunstancias ni el origen de la agresión, es de destacar que unas 200 personas se involucraron en una monumental pelea entre radicales de ambos equipos que se habrían citado por las redes sociales para agredirse poco antes de un encuentro que, paradójicamente, había sido declarado de “bajo riesgo” por la Comisión contra la Violencia. Primer error: nadie detectó la siniestra quedada y las intenciones de los radicales, por lo que no se pudo prevenir. Queda una vez más en evidencia que ni los clubes ni las autoridades deportivas e institucionales hacen lo suficiente para luchar contra la violencia en el fútbol, lo cual es gravísimo. Ayer mismo, mientras un ser humano se debatía entre la vida y la muerte, el partido se disputó “con normalidad”, pese a que, según la Liga Profesional, este organismo fue “firme en su intención de suspender la disputa del encuentro sin que haya sido posible”. La respuesta de los presidentes de ambos clubes implicados, insistiendo en que “nada tienen que ver” con los hechos, es, asimismo, altamente decepcionante. Jornada a jornada, esos aficionados radicales acuden a sus estadios y nadie parece tener intención de atajar la situación. Es más, los seguidores de la Real siguen escuchando en el Calderón, año a año, las mismas insultantes amenazas que aluden al crimen de Aitor Zabaleta. Llueve sobre mojado -y más alrededor de algunos estadios-, sin que se hayan tomado medidas y la tragedia se repite en el mismo lugar. Las condenas a posteriori pueden buscar acallar alguna conciencia, pero no ocultan la vergüenza de la, como mínimo, manifiesta incapacidad de atajar la violencia.