La intervención del Papa Francisco esta semana ante el pleno del Parlamento Europeo, que analizó nítidamente el declive ético y político de la idea de Europa y criticó sin ambages la lejanía de las instituciones del ciudadano, la burocratización excesiva y la pérdida de valores sociales de la UE, consecuencia de la crisis, aporta un nuevo grado al medido giro que Bergoglio ha imprimido al Papado desde su elección hace apenas todavía sólo 20 meses. Más allá del carácter renovador de su propia designación -primer Papa jesuíta, americano y del hemisferio sur-, de las decisiones que ya al inicio de su pontificado apuntaban cambios y de determinados gestos simbólicos y actuaciones efectivas, Francisco se ha empeñado en una reforma urbi -en lo que se refiere al ámbito interno del Vaticano- et orbi, en su relación con este mundo en el que necesariamente se inserta. La creación del Consejo de Cardenales -con sólo dos europeos entre sus ocho obispos- con comisiones específicas para investigar y actuar sobre los casos de pederastia en la Iglesia -sin medias tintas, como se ha demostrado con su intervención personal en el escándalo que ha saltado estos días en la Diócesis de Granada-, las finanzas vaticanas del Banco Vaticano -cuyo director fue uno de los primeros cargos en ser destituidos en el nuevo Papado- y la convocatoria hace apenas un mes de la III Asamblea Extraordinaria, con las obligadas reflexiones sobre temas tan candentes y espinosos para la Iglesia católica como la homosexualidad, las rupturas matrimoniales o el celibato -aunque otros capítulos, como el derecho de las mujeres a la interrupción voluntaria del embarazo seguirán siendo tabúes insuperables-, han iniciado el camino del cambio en la Curia que Francisco parece pretender liderar y que, sin embargo, aún hallará resistencias. Estas mismas reticencias encuentra la acción diplomática del Papa ante conflictos globales como los planteados en la cumbre del G20 en San Petersburgo, su crítica a la intervención en Siria, su viaje a Oriente Medio y la invitación a los presidentes de Israel y Palestina, Simon Peres y Abu Mazen o, en el último capítulo de esta semana, su calculada reprimenda a una Unión Europea que se aleja no ya de la doctrina social de la Iglesia, sino incluso del espíritu con que la diseñaron los firmantes del Tratado de Roma fundacional.