Quizá lo peor de la situación que se abre en Catalunya tras la decisión de Artur Mas de renunciar a realizar una consulta oficial el 9 de noviembre -ahora transmutada en una encuesta con urnas que sortea el veto legal, como paso previo a unas elecciones plebiscitarias- es que, lejos de la euforia de Mariano Rajoy y de los poderes de Madrid, el problema sigue siendo el mismo, que la legítima demanda catalana sigue llamando a la puerta. Mas y Rajoy vagan, como en esas películas épicas en el desierto, caminando en círculos sin saberlo o sin querer reconocerlo. Pero sean cuales sean ahora los planes de Mas -la rueda de prensa de ayer fue un complejo ejercicio de equilibrismo-, se equivocaría Rajoy si pensara que la patata caliente catalana ya ha se ha enfriado. Grave error, porque eso mismo debieron pensar algunos cuando se aprobó el Estatut o el Constitucional lo cepilló. Y aquí estamos. El escenario político catalán apunta a un puzzle de difícil gestión. Este referéndum era Saturno devorando a sus hijos en el caso de Mas: si se celebraba, la cerrazón del aparato del Estado caía sobre él; si no, recibía el reproche de ese amplísimo y transversal movimiento social que ha impulsado activamente la iniciativa. De ahí sus equilibrios con la percha jurídica de los resquicios que le ofrece la Ley de Consultas, pero sin decreto para evitar nuevos recursos. ¿Y ahora qué? ¿Son estratégicamente aceptables para los partidos que han impulsado la consulta unas elecciones plebiscitarias? Sería, quizá, la fórmula más homologable, ¿pero está ERC dispuesta, subida a la ola que apuntaba al sorpasso, a jugársela yendo de la mano de CiU? La coalición convergente, lastrada por el impacto político y sentimental que ha tenido en su base social el caso Pujol, juega ahora sus cartas a una lista única soberanista para encarar al Estado en unas elecciones plebiscitarias, buscando un resultado previsiblemente abrumador. Pero aun cuando las fuerzas favorables a la consulta -a quienes las urnas ya avalaron hace dos años- concurrieran por separado, la legitimidad del derecho de la sociedad catalana a ser consultada sigue teniendo la misma fuerza política y social, algo ineludible. Quienes tienen en su mano encauzar esta situación pueden buscar soluciones democráticas mediante la política o bien seguir haciendo oídos sordos, una postura tan defensiva como inútil.
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