Tiendo a rememorar con humor mis tiempos de monaguillo, una vez despertado el recuerdo tras el reportaje del pasado día 27 y la reapertura al culto de la catedral. Y más me vale: lo triste es mejor dejarlo en el camino. Recuerdo haberlo sido con los Jesuitas de Donostia, que fue donde estudié, y en la iglesia de Burguete, adonde mis aitas decidieron llevarnos a veranear durante años. En el cole ser ayudante del sacerdote no reportaba beneficios, ni siquiera un trato más indulgente por parte de los profesores. Había que ir antes a la iglesia, seguir con celo las instrucciones del Padre al que le tocaba oficiar, y callar. En Burguete, sin embargo, echar una mano en la parroquia suponía una paga, además del trago de vino y la posibilidad de darle a la campanilla con más fuerza de la permitida durante la consagración, y luego pedir perdón. Tenía la suerte de ser amigo de uno de los Irigarai que por allí habitan, a la sazón monaguillo cuasi oficial, así que en varias ocasiones me planté junto al cura en el altar, vestido para la ocasión. Pero todo en esta vida tiene su parte mala. Los macarras del pueblo se dedicaban a tirar monedas desde el balcón del órgano mientras un servidor pasaba solícito el cesto de las limosnas. Fallaban adrede. Y cómo sonaban las pesetas al caer. Y muchas rodaban hasta el altar. Cabrones.