es bien sabido que los procesos de transición en cualquier país que ha vivido sometido a la tiranía durante décadas no son nada sencillos. La restitución de una realidad que pueda colmar las esperanzas y sueños de una sociedad que ha padecido el agravio y la represión se rebela con rasgos muy peligrosos, capaces incluso de subvertir la libertad a la que se ha llegado mediante un proceso incruento. Esto es lo que viene ocurriendo en Egipto, que vive tiempos muy turbulentos, difíciles de explicar pero aún más complicados de solventar.
Desde la deposición de Mubarak, gracias a la presión social en la simbólica plaza de Tahir, los militares han cobrado un fuerte e inapelable protagonismo. Son los que forzaron finalmente a Mubarak -ante la presión de la calle- a su dimisión, impidiendo de este modo que la sociedad cayera en la ruptura, como sucedió en Libia o Siria, espoleados por la primavera árabe. Pero al derrocamiento de un régimen no le sigue automáticamente el impulso de una democracia con garantías. La sociedad ha vivido sometida a una serie de rígidas reglas que de pronto desaparecen, lo que lleva a pensar que todo es posible. Ahí es donde se percibe la falta de madurez política.
Las elecciones dieron lugar a que ganara el partido islámico de los Hermanos Musulmanes. A partir de ahí, el nuevo presidente electo, Mohamed Morsi, debía elaborar una Constitución para todos los egipcios pero, por desgracia, no fue así. Y la dispuso con el fin de constituir un Estado islámico. Esto acabó por enfrentarle con los privilegios de los militares y otras fuerzas opositoras del país, que temieron la deriva integrista, por lo que Morsi, aunque pretendió rectificar, fue depuesto por el Ejército el 3 de julio de 2013.
Esta acción fue contestada ampliamente por la calle y la sociedad se fracturó entre aquellos que han apoyado a los militares -partidos laicos y élites- y los afines a Morsi, que contaba con una amplia base popular. Desde entonces, el devenir de Egipto es una incógnita, ya que se ha ilegalizado a los Hermanos Musulmanes, se retiene a Morsi para ser procesado y los militares están acallando toda protesta de forma expeditiva. A eso hay que sumar los atentados contra militares, que han endurecido más la actitud del Ejército.
Así, Egipto recuerda a la situación vivida en Turquía, en el que el Ejército ha sido el guardián de la democracia frente al avance y determinación del integrismo por constituir una sociedad islámica. No hay duda de que estas sociedades árabes viven en permanente contradicción ya que la democracia aboga por el pluralismo y la libertad y ello lleva a que el islamismo pueda presentarse a las elecciones. Ahora bien, esas formaciones islamistas son formaciones antisistema para las que la democracia sólo es un medio para constituir una sociedad tradicional en la que se ha de vivir bajo la norma de la sharia, donde la religión se adueña e invade el espacio público y regula la vida en todas sus facetas de forma restrictiva.
Para aquellos que creen en un Islam integrista, el espacio social y el privado son una misma cuestión. Y no lo son porque en ese caso se atenta contra los derechos fundamentales políticos de los individuos. La sociedad occidental ha tardado mucho en lograr distinguir y separar entre el espacio religioso y el público, regulándolos, no sin tensiones, en aras de la armonía social. Eso no ha sido fácil y, en ocasiones, todavía seguimos viviendo este dominio con leyes que se nos antojan que se entrometen en nuestros valores y creencias. Sin embargo, no llegan nunca a lo que puede ser una sociedad islámica.
El nuevo gobierno interino egipcio, presidido por Adly Mansur y apoyado por el Ejército, cuyo responsable máximo es el general Abdelfattá al-Sissi, ha buscado rectificar esta situación. Sin embargo, la nueva política represiva contra los Hermanos Musulmanes ha cruzado esa línea entre la garantía de la libertad y los derechos civiles. Recientemente, se condenaba a 21 mujeres -7 de ellas menores- a 11 años de cárcel por manifestarse a favor del presidente depuesto. Cortaron una carretera y lanzaron unos globos. Su delito ha consistido en formar parte de una organización terrorista. A todo esto hay que añadir que la legislación contra las manifestaciones se ha endurecido sobremanera para impedir que pueda repetirse un nuevo Tahir. Pero tal deriva autoritaria ha provocado tensiones en el seno de los partidos laicos que apoyaron la iniciativa de los militares.
Egipto camina así por la cuerda floja. Los años de autocracia dieron lugar a que los Hermanos Musulmanes, fuertemente perseguidos, dieran esperanzas a muchos de los millones de egipcios afectados por la pobreza y la miseria. La religión se convertía así en su tabla de salvación, a nivel espiritual y político. De ahí su apoyo mayoritario. Pero las viejas élites afines a Mubarak y los partidos laicos son el dique que pretende cerrarles el paso.
El problema es que ese torrente no podrá ser detenido de forma permanente hasta el fin de los tiempos. Hay que practicar políticas capaces de empujar a Egipto a salir de la profunda pobreza y crisis en la que viven millones de sus ciudadanos para los que las propuestas de los Hermanos son atractivas. Y, sin duda, restringiendo hasta la asfixia los derechos civiles se corre el riesgo de que vuelva a producirse un estallido social, esta vez mucho más sangriento. Egipto se halla en una encrucijada difícil de resolver.
Todos buscan conducir al país hacia un panorama positivo pero por vías que chocan entre sí. Y todos han de tender puentes. Cualquier alternativa es preferible a que la sociedad pueda fracturarse por la mitad. Y la nueva Constitución, que será plebiscitada, no parece ser la respuesta.