en medio del malestar mundial, el pasado año irrumpió sorprendentemente una figura que nos devolvió esperanza, la alegría y el gusto por la belleza: el Papa Francisco. Su primer texto oficial lleva como título Alegría del Evangelio, entreverado de encuentro, proximidad, misericordia, del lugar central de los pobres, de la belleza, de la "revolución de la ternura" y de la "mística del vivir juntos".

Tal mensaje es un contrapunto a la decepción y al fracaso de las promesas del proyecto de la modernidad de traer bienestar y felicidad para todos. Bien dice el Papa Francisco: "la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las posibilidades de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría". El placer es cosa de los sentidos y la alegría, del corazón. Y nuestro modo de ser es sin corazón.

No es una alegría de bobos alegres que lo son sin saber por qué. Brota de un encuentro con una Persona concreta que le suscitó entusiasmo, lo elevó y simplemente lo fascinó. Fue la figura de Jesús de Nazaret. No se trata de aquel Cristo cubierto de títulos de pompa y gloria que la teología posterior le confirió. Es el Jesús del pueblo sencillo y pobre, de las carreteras polvorientas de Palestina que traía palabras de frescor y de fascinación. Para el Papa Francisco, la misión de la Iglesia es recuperar el frescor y la fascinación por la figura de Jesús.

Qué diferencia con sus predecesores que presentaban un cristianismo como doctrina, dogma y norma moral. Se exigía adhesión inquebrantable y sin el menor asomo de duda, pues gozaba de las características de la infalibilidad. El Papa Francisco entiende el cristianismo en otra clave. No como una doctrina, sino como un encuentro con una Persona, con su causa, con su lucha, con su capacidad para afrontar las dificultades sin huir de ellas.

En la evangelización tradicional todo pasaba por la inteligencia intelectual (intellectus fidei) expresada por el credo y por el catecismo. Pero en su exhortación, Francisco llega a decir que "hemos aprisionado a Cristo en esquemas aburridos, privando al cristianismo de su creatividad". En su versión, la evangelización pasa por la inteligencia cordial (intellectus cordis) porque ahí tiene su sede el amor, la misericordia, la ternura y el frescor de la Persona de Jesús. Es un cristianismo abierto y "sin fiscales de doctrina", no una fortaleza cerrada que intimida. Ese es el cristianismo que necesitamos, capaz de producir alegría. Es como la alegría de los sudafricanos en el entierro de Mandela: nacía del fondo de corazón y movía todo el cuerpo.

En nuestra cultura mediática e internética nos falta ese espacio de encuentro, de ojos en los ojos, cara a cara, piel a piel. Para eso tenemos que realizar salidas, palabra que repite siempre el Papa. Salida de nosotros mismos hacia el otro, a las periferias existenciales, hacia el universo de los pobres. Esa salida es el verdadero éxodo que trajo alegría a los hebreos libres del yugo del faraón.

Si 2014 nos trae un poco de ese encuentro habremos cavado una fuente de donde brota una alegría infinitamente mejor que cualquier placer inducido por el consumo.