TE levantas una mañana, una mañana cualquiera del nuevo año, todavía reajustando el calendario, con el subconsciente aún renqueante en el año anterior. No es que seas masoquista, es más, sigues abrazada/o a aquel Schopenhauer de andar por casa que te descubrió el BUP en El árbol de la ciencia para sospechar que, quizá, sea cierto eso de que el conocimiento es más doloroso que esa balsámica ignorancia que no te hace más valiente, pero sí menos angustiado/a y probablemente más temeraria/o. Pero por alguna extraña razón ligada con la supervivencia, tu instinto te ha acostumbrado en los últimos tiempos a fijarte en algunas noticias que antes probablemente ignorabas de forma militante. Y lees que la jodida prima de riesgo, que pese a todo no sabemos muy bien qué es pero sí sabemos que nos ha dado por saco con eficacia germánica -y su herencia seguirá haciéndolo durante alguna década más, en el mejor de los casos-, está por debajo de los 200 puntos por primera vez en los últimos 32 meses. Y sigues leyendo algo que cualquiera entiende, que el número de personas en paro ha caído en más de 100.000 personas en el Estado, en más de 7.000 en Euskadi, y que aunque las afiliaciones a la Seguridad Social siguen a la baja, su reducción se ha ralentizado a niveles de 2007. Y como llevamos lo que llevamos a las espaldas, piensas que seguro que hay trampa, probablemente no te equivoques. Pero por un segundo, en el nuevo año, por tu mente ha cruzado fugaz la idea de que quizá, después de todo, exista esa cacareada luz al final del túnel que parece no llegar nunca.
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