las protestas sociales y políticas se han recrudecido estos últimos días en Ucrania coincidiendo con el noveno aniversario desde que el Tribunal Supremo anulara las elecciones que concluyeron con el presunto fraudulento triunfo de Viktor Yanukóvich, que ahora sí ocupa la presidencia a resultas del descrédito de quienes entonces, tras las masivas protestas de la llamada Revolución naranja, lograron revocar aquellos comicios. Sin embargo, la única similitud entre aquel movimiento y las actuales protestas pidiendo de nuevo el cese de Yanukóvich es el intrincado cruce de intereses geoestratégicos y económicos que azuzan los conflictos, cuestionan las bases democráticas y complican la estabilidad de Ucrania desde que accedió a su independencia en 1991. Baste recordar el envenenamiento de Viktor Yuschenko en el origen de la Revolución naranja o el encarcelamiento de la exprimera ministra Yulia Timoshenko. Ucrania, con sus 630.628 kilómetros cuadrados y su salida al mar Negro, es la antigua república soviética que ocupa el enclave más estratégico sobre el que la Unión Europea pretende extender su influencia y la de mayor mercado, con 45 de los 75 millones de habitantes que suma con Bielorrusia, Azerbaiyán, Armenia, Georgia y Moldavia. Además, posee el segundo ejército europeo después de Rusia, una importante producción agrícola y, sobre todo, es nudo crucial en la red que transporta el gas ruso hacia la UE. Posee, en este sentido, reservas en el Mar Negro sobre las que el Gobierno ucraniano acaba de firmar un acuerdo de explotación por 3.000 millones de euros con la firma italiana ENI y la francesa EDF. Si esto fuera poco, los intereses de la UE chocan con la Gran Rusia de Vladimir Putin, primer destino de las exportaciones ucranianas, suministrador único de la energía de Kiev y casi único acreedor de su deuda. Así, mientras Moscú presionaba para detener la firma del acuerdo con Bruselas, Europa no ha calibrado las necesidades de Ucrania, la separación en dos bloques sociales antagónicos entre prorrusos y proeuropeos, y mucho menos el enorme riesgo de desestabilizacion de la zona que albergan unas protestas avivadas por movimientos neonazis como el de Oleg Tiagnibok o populistas como el del excampeón mundial de boxeo Vitali Klichko.
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