LAS negociaciones presupuestarias son ya la cita anual con una función de teatro que con el paso del tiempo aburre soberanamente o divierte sobremanera. Y conste que da lo mismo de qué institución se trate, porque los polichinelas no cambian de vestuario aunque defiendan diferentes siglas y busquen reposo en distintos escaños. En el caso de que sea usted del primer grupo, de los que se aburren profundamente con estos minutos escénicos, pierde el tiempo si continúa leyendo, aunque debe saber que me encuentro ya en un punto intermedio entre el hastío y el recreo y quizás le cautive lo que sigue, quién sabe. No sé con certeza si los actores de estos montajes perciben que el común de sus votantes, y sin duda todos los que no participan en el juego electoral, conocen de sobra el argumento de la función que protagonizan. Todo suele empezar con dos estrellas de relumbrón, la que gobierna y la que muestra más visos de compartir tálamo. Se ofrecen mutuamente, se hacen promesas inconfesables, se desprecian en público, apelan a la responsabilidad de todos y ensalzan sin rubor sus virtudes negociadoras, aunque ni las tengan ni les importe tenerlas, porque el guión que deben seguir en el escenario ya está escrito en el Olimpo hollywoodiense, que en este caso son las sedes centrales de los partidos. Y cuando llega el momento de firmar, de votarse o de quererse en público, sonríen ante el respetable que ha asistido un año más a la ceremonia y se citan en secreto -je, je- para dentro de un año.
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