PUEDE ser un termómetro significativo sobre la dimensión de un personaje el nivel de contradicción que la reivindicación de su figura como bandera alcanza cuando esta persona fallece. Lo habrán visto estos días, incluso apenas unas horas después, tras conocerse la muerte de Nelson Mandela. Pocas dudas caben sobre la enorme relevancia histórica de Mandela, uno de los grandes nombres del siglo XX y uno de esos felices y escasos personajes que pasan a la posteridad con letras mayúsculas por liderar un cambio en positivo para la humanidad y dejar tras de sí un legado de concordia. Por eso, su ausencia deja más huérfano al mundo de referentes éticos en unos tiempos cada vez más oscuros y fríos. Quizá sea por esa capacidad de generar puentes, o por la enormidad de un personaje incontestable, pero llama la atención la velocidad supersónica a la que todas las hinchadas de todos los colores se han apresurado a ensalzar como suyo a Mandela, su trayectoria, su discurso. Aun cuando eso suponga paradojas evidentes, aunque algunos de los que hoy le cantan se desmienten con sus actos. Pero puede que eso sea un mérito de Mandela. Al héroe, a la leyenda del hombre que lideró el fin del apartheid, que luchó firme en sus convicciones desde la prisión hasta la presidencia, lo que le hace aún más grande es que era humano, que como todo hijo de vecino tuvo capítulos menos brillantes en su biografía. Nadie es perfecto (afortunadamente). Los hombres y mujeres sabios son los que aprenden, los que erraron, cayeron, comprendieron y se levantaron. Y el mejor legado de Madiba, quizá, es su ejemplo.