dentro del contexto de la celebración del Día de la Hispanidad les serán tributados en Tarragona los honores religiosos de la beatificación, como mártires de la fe en la guerra civil española, a 515 sacerdotes, religiosos y religiosas y a siete laicos. Este reconocimiento eclesiástico será otorgado a víctimas pertenecientes al sector de la Iglesia que apoyó la insurgencia de los sublevados contra el régimen legal establecido.

Nada justifica la ejecución de personas por razones ideológico-religiosas. Tampoco se puede negar el derecho a afirmar su mérito personal y hasta heróico en la afirmación de su fe. Pero también es necesario recordar que no fueron las únicas víctimas por esa causa. El bando vencedor se ensañó con sacerdotes, religiosos y laicos a los que condenó a muerte y ejecutó. Esta memoria de un determinado grupo de víctimas es, por tanto, sesgada y su parcialidad recuerda el contexto de aquella trágica época, cuando la casi unanimidad de la jerarquía eclesiástica puso al servicio de los injustamente vencedores todo su poder simbólico-religioso, generando lo que luego se denominó como nacionalcatolicismo.

A cambio de esta sumisión, la Institución eclesiástica, con obispos nombrados según el beneplácito del jefe del Estado, obtenía prebendas, apoyos, privilegios y la garantía de ser la única religión legal en un Estado confesional. El Concordato firmado por Pío XII y Franco en 1953 sancionó este estatus político-religioso.

La Iglesia perdía su libertad y su voz, su mensaje y práctica pastoral quedaban sometidos a los imperativos del régimen franquista. Hubo que esperar hasta la Declaración sobre libertad religiosa del Concilio Vaticano II en 1965 para que se iniciara otra visión de relaciones Estado-Iglesia. Pero todavía quedaba un largo túnel que el régimen franquista y la Iglesia hicieron recorrer a personas y grupos que buscaban el respeto de su libertad y convicciones.

La jerarquía de la Iglesia española bendecía la cruzada y guerra santa de Franco en su Carta colectiva del Episcopado español en julio de 1937 -firmada por la casi unanimidad del episcopado- calificándola como "movimiento cívico-militar de sentido patriótico" para levantar España y como "la garantía de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión". No la firmaron el cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer; el obispo de Vitoria, Mateo Múgica; Javier Irastorza, obispo de Orihuela; Juan Torres, obispo retirado de Menorca y el cardenal Pedro Segura.

Consecuencia de aquel apoyo, legitimación y bendición eclesiástica fue la despiadada represión de todo atisbo de disidencia o crítica religiosa del régimen. Ante un pueblo masacrado y reprimido tras la victoria franquista, Francisco Javier Lauzurica, nombrado en 1937 administrador apostólico de la Diócesis de Vitoria por destierro de Mateo Múgica, se expresó en su primera pastoral: "Así mismo deseamos vuestra total incorporación al movimiento nacional, por ser defensor de los derechos de Dios, de la Iglesia Católica y de la Patria, que no es otra cosa que nuestra madre España". Y no dudaba en afirmar: "Soy un general más a las órdenes del Generalísimo para aplastar al nacionalismo".

Aquella ideología nacionalcatólica llevó al destierro y la cárcel a numerosos sacerdotes, religiosos y laicos y a la ejecución sumarísima de algunos de ellos, junto a miles de personas ignominiosamente sepultadas en diversos pueblos. En Euskal Herria aquella feroz persecución pretendía impedir y suprimir una religiosidad unida al sentimiento nacionalista y, en general, a la cultura euskaldun y a su lengua en una Iglesia vasca.

No faltaron voces que reclamaron justicia para el Pueblo Vasco en medio de la represión, defendiendo los derechos y la libertad de la Iglesia. La Memoria dirigida al Papa Pío XII por varios miembros del clero vasco en 1944 y luego el Escrito de 339 sacerdotes vascos en 1960 fueron las más significativas. A partir de este último documento se sucedieron denuncias en las distintas diócesis, detenciones, multas por homilías o encarcelamientos en la prisión de Zamora. Quedaban en el silencio la necesaria memoria y reparación de tantas víctimas causadas por el régimen impuesto, entre ellos también sacerdotes y religiosos que defendieron a Euskal Herria desde su fe en el Evangelio.

Hubo que esperar hasta 2009, cuando los obispos de Bilbao, San Sebastián y Vitoria, en una nota titulada Purificar la memoria, servir a la verdad, pedir perdón, convocaron a un funeral conjunto para recordarles especialmente, junto a "centenares de personas ejecutadas, víctimas de odios y venganzas". El acto se celebró el 11 de julio de 2009 con numerosa asistencia -junto a los obispos convocantes, de sacerdotes y laicos- en la Catedral nueva de Vitoria. El obispo de Vitoria, Miguel Asurmendi, afirmó en su homilía que "tan largo silencio no ha sido sólo una omisión indebida, sino también una falta a la verdad, contra la justicia y la caridad; por ello, con humildad, pedimos perdón a Dios y a nuestros hermanos".

Sin embargo, actos como el de este sábado en Tarragona reavivan las heridas del pasado y, aunque la Conferencia Episcopal afirma que no hay motivación política en las beatificaciones, sin embargo ponen de relieve el talante ideológico y la línea todavía dominante en una jerarquía eclesiástica que parece seguir añorando viejos estilos de cristiandad y se resiste a pedir perdón colectivamente por su pasado colaboracionista. Cuando quiere restaurarse la memoria histórica como base de una reconciliación desde la verdad y la justicia, es necesario que también la Iglesia haga memoria de su historia en el largo régimen franquista, de su apoyo y bendición a los vencedores.