el reciente caso Snowden y las actividades de espionaje de la NSA han dado lugar a una exhibición de hipocresía institucional como no se conocía desde hace años. Después de un fuerte estrépito mediático y alguna que otra loa a las virtudes del sistema europeo de defensa de la privacidad -en contraste con unos EEUU maquiavélicos que sólo conocen la ley del más fuerte y hacen lo que quieren en la granja de datos global- se ha vuelto a hacer sobre este asunto el más absoluto silencio.
Ya no interesa para nada el paradero de Edward Snowden. Las razones de esta discreción son tan evidentes como la ley de la calle en los bajos fondos de una ciudad portuaria. Barack Obama, además de dictador de la moda en las redes sociales y benévolo Gran Hermano al otro lado de Google, es también el amigo norteamericano que tiene en la mano la espita del dinero y la manguera para apagar fuegos en cualquier patio trasero del mundo libre. Y estos son argumentos de peso en Europa.
La espantada rocambolesca de Snowden pone bajo los focos de la atención pública dos fenómenos que definen época: la creciente importancia del tratamiento de datos masivos -Big Data- como materia prima y el hecho de que estas actividades de espionaje asistidas por ordenador no son exclusivas de Washington. Los gobiernos europeos -y no digamos el chino- llevan décadas empleándolas. Es más, algunas ilustradas naciones como Alemania no sólo husmean en las redes por razones de Estado, sino que también permiten a la NSA utilizar sus infraestructuras de telecomunicaciones locales a cambio de una parte de la información cosechada por los eficientes sistemas norteamericanos.
El espionaje electrónico tiene como meta no sólo estar al tanto de lo que el amigo o enemigo hace más allá de las fronteras nacionales, sino también protegerse frente a posibles amenazas internas. En vista del éxito obtenido por la policía alemana durante los años 70 en la lucha contra el terrorismo de la Fracción del Ejército Rojo mediante procesos de investigación selectiva y el tratamiento informático de grandes cantidades de datos procedentes del Registro Civil y de compañías de suministro teléfono, eléctrico o gasístico, el Gobierno de España solicitó a Bonn ayuda técnica en este campo para hacer frente a ETA. El resultado de aquella cooperación quedó materializado en la compra de equipos informáticos de gran potencia -entre ellos el ordenador Duque de Ahumada- que sirvieron para equipar con la tecnología más avanzada de la época los primeros centros de datos de la Guardia Civil.
Recordando que en aquel tiempo -finales de los 80 y comienzos de los 90- se llevaron a cabo acciones tan espectacularmente eficaces contra ETA como la captura de su cúpula en Bidart o la detención de cabecillas terroristas y cientos de comandos desmantelados por los jueces y fiscales estrella del momento, cabe preguntar si el proceso electrónico de datos no contribuyó a ello.
Asimismo, podría plantearse la cuestión de si, una vez terminada la guerra contra el terrorismo, no habrá tenido lugar un desarrollo continuado y discreto de estas tecnologías para fines llamémoslos civiles como monitorización de la opinión pública, control de multitudes, lucha contra el fraude fiscal y otros por el estilo. Difícil saberlo.
El público no conoce gran cosa acerca estos temas, que tampoco le interesan mucho. Entretenido por medios de comunicación conservadores y un mainstream de Internet dominado por el postureo progresista, lo único que tiene claro es que la Unión Europea es el bueno de una película y que en el Despacho Oval de la Casa Blanca se sienta un personaje muy cool cuyo perfil de Twitter ya va por los 37 millones de seguidores y subiendo. Este estado de ignorancia conformista y risueña no es precisamente nada provechoso para el desarrollo de una auténtica sociedad civil del siglo XXI.
En principio, no hay nada malo en que existan tecnologías de proceso masivo de datos que permiten llegar a donde ninguna máquina y ningún ordenador con bases de datos convencionales ha llegado antes. Pero al haber sido los datos generados por la ciudadanía, esas tecnologías constituyen un patrimonio colectivo, un activo público y por lo tanto un bien común. Su potencialidad económica, su capacidad para crear valor mediante el control de situaciones complejas, su eficacia predictiva y su poder militar deben estar sometidos al escrutinio público. El Big Data y sus implicaciones obligan a retomar el debate, iniciado hace una década a raíz de los atentados del 11-S, sobre la cuestión de si resulta deseable ganar en seguridad a costa de sacrificar libertades cívicas.
Malte Spitz, político de los Verdes alemanes, pidió una copia de los datos de las llamadas efectuadas por él durante los últimos seis meses y guardadas en los servidores de la compañía telefónica en cumplimiento de la Normativa Europea de Retención de Datos del año 2006. Después de mucho insistir, de reiteradas excusas y negativas del operador, y sólo tras amenazar con una demanda judicial, la compañía se allanó a entregar un listado con más de 36.000 líneas que contenían información referente a números entrantes y salientes, fechas y horas de las llamadas y coordenadas GPS de las antenas con las que el terminal móvil había establecido conexión. Con los datos de este listado y un programa de ordenador, Malte Spitz logró reconstruir todos sus itinerarios del semestre correspondiente y su red completa de relaciones sociales. No cuesta imaginar lo que puede hacer alguien que, como en el caso de los gobiernos o las compañías telefónicas, tenga acceso a millones de estos listados. Quien tenga en su poder este caudal de información podrá reconstruir el diagrama de relaciones personales de todo un país y controlará también a la sociedad. Y para ello no necesitaría ya un superordenador como el Duque de Ahumada, sino solo unos cuantos PC de sobremesa.