no están los tiempos como para alardear de que uno es economista. Dicen, además, que es la única disciplina donde se puede obtener el Premio Nobel desde posiciones contrarias. No obstante, a raíz de la lectura veraniega de la monumental biografía de John Maynard Keynes realizada por Robert Skidelsky, he rememorado al gran economista retrotrayéndome en el tiempo. En el último quinquenio de los años 70, los que pisábamos las aulas de la Facultad de Sarriko tuvimos, además de las habituales y descorteses visitas de los grises, sus primeras referencias. Recuerdo al entonces decano y catedrático de Teoría Económica, el malogrado Fernando de la Puente, alias el Peseta, con su oratoria encendida defender airadamente que su Facultad no era de Ciencias Euskerikas (ante el intento de organizar clases de euskera) e introducir en nuestras mentes adolescentes, ya excitadas tanto por temas hormonales como políticos, los debates entre las economías clásica y keynesiana y advertirnos, siguiendo al maestro, que "los hombres prácticos, que se creen libres de influencias, acostumbran a ser esclavos de algún economista difunto".
Curiosamente, Keynes nunca se licenció en Economía. Sus intereses eran filosóficos y morales. Se licenció en Ciencias Morales, realizó un trimestre de trabajo de posgrado con el catedrático de Economía Alfred Marshall y aprendió -como Picasso diría que llega la inspiración- trabajando. Era un liberal. Es decir, ni defensor del tradicional laissez faire ni valedor del dirigismo económico estatista. Ni conservador ni marxista. Ni reaccionario ni revolucionario. Criticó la economía planificada centralizada, dijo aquello de que "la lucha de clases me encontrará en el lado de la burguesía educada" y respetaba a la empresa privada. Sus aportaciones se hacen en un contexto europeo de ruptura de sociedades democráticas, tanto por parte de los fascismos como de los comunismos, con guerras y crisis, propugnando el intervencionismo en el mercadocomo mal menor y medida de ajuste cortoplacista (a largo plazo, todos muertos, decía). Pretendía que el sistema de mercado funcionara mejor, no destruirlo, intentando completar la mano invisible del mercado con la visible del gobierno.
Era, sobre todo, un pensador polifacético. Quizá fruto tanto de sus antecedentes familiares universitarios como de su formación -con becas siempre- en la prestigiosa Eton y en Cambridge. Su interés no sólo era en el campo financiero. Le gustaba la pintura y fue gran coleccionista -quizás porque tuvo un amante pintor, Duncan Grant-, también la danza, la opera y el teatro, posiblemente influenciado por su esposa, la bailarina clásica rusa Lydia Lopokova. Formó parte muy activa de selectos grupos de debate como la Sociedad Literaria de Eton, la Sociedad Conversazione de Cambridge -más conocida como los Apóstoles- y su extensión en Londres con la creación del grupo de intelectuales y artistas Bloomsbury, en los que coincidía con Bertrand Russell, George Edward Moore, Virginia Woolf, Robert Graves o Ludwig Wittgenstein. Tenía aversión a ser político, a pesar de ser tentado continuamente, y se limitó a ser un asesor-funcionario muy influyente del Tesoro al servicio del gobierno de turno, un profesor universitario para goce de sus alumnos y, sobre todo, un provocador articulista y escritor.
Siendo contrario al castigo económico a Alemania por los daños causados en la I Guerra Mundial, profetizó, acertando por desgracia, conflictos importantes -como el nazismo o la II Guerra Mundial- y defendería que era la estupidez, más que la maldad, la que arruinaba al mundo. Prefería hacerse entender a hacerse el entendido y no tenía reparo en cambiar de opinión si los hechos variaban. Churchill se lamentaba de que cuando pedía la opinión a tres economistas recibía tres argumentos distintos, salvo si uno era Keynes, ya que entonces los argumentos eran cuatro.
Respecto a la crisis actual, el culto a la austeridad ha olvidado algunas sus aportaciones más importantes. Que cuando el crédito es escaso, recortar la inversión pública -no el gasto corriente- hunde a la economía en una profunda recesión; que la economía debe dejarse en manos de especialistas, como la odontología; que los problemas complejos no requieren necesariamente soluciones drásticas; y, sobre todo, que el problema central no es económico, sino moral.
Keynes fue un brillante economista (impulsor del Estado de Bienestar, muñidor de los acuerdos de Bretton Woods o creador del FMI), políticamente liberal y un gran intelectual. Como dice Robert Skidelsky, vivimos bajo su sombra no porque su legado haya sido asimilado, sino porque está todavía en debate. Seguramente, como entusiasta de las paradojas -su más famosa es la del ahorro-, le haría gracia su propia paradoja: siendo considerado el economista del cortoplacismo y estando difunto, sigue vivo y a largo plazo.