la ínclita Ana Botella, abnegada madre de familia y esposa de un serio, pulcro y facha inspector de Hacienda de Valladolid que hizo que le dieran a dedo la Alcaldía de Madrid lo mismo que le podía haber puesto una boutique en el barrio de Salamanca, ha estado en un tris de erigirse en Isabel la Católica, que es en realidad su más íntimo anhelo, según cuenta con agudeza Manuel Vázquez Montalbán en su ensayo La aznaridad. Patrioterismos aparte, la villa de Madrid era sin duda, por qué no, merecedora de haber sido sede de los Juegos Olímpicos y de haberlo logrado esta vez hubiera sido también la apoteosis de los peperos para el resto de la década. Pero el misticismo -el de Botella como el de la reina Isabel- le lleva a una a elevarse varios metros por encima de la realidad. "Madrid es divertido" -se le ocurrió argumentar a la alcaldesa, entre otras perlas, ante el Comité Olímpico Internacional. Y lo ejemplificó con la ñoñería de que se puede tomar "una taza de café con leche en la plaza Mayor" o celebrar "una cena romántica en el Madrid de los Austrias". Nada que ver con la cultura del pelotazo inmoviliario de los años de la aznaridad, ni con fastuosos aeropuertos sin aviones, ni con los chanchullos de tesoreros del partido, favores de ministros y jerarcas, negocios de yernísimos de alto copete -ya sean Alejandro Agag o Iñaki Urdangarín- u operaciones de doping donde desaparecen bolsas con muestras de sangre y a la alcaldesa le topca mirar a Babia cuando se lo preguntan. "Madrid es divertido", fue su respuesta. Como Isabel la Católica, una incomprendida.
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