NO acabo de comprender del todo la importancia que puede tener para los ciudadanos el hecho de que nuestros próceres hagan públicos los bienes que disfrutan en su día a día; tampoco, les confieso, me parece interesante saber de ellos. Para empezar, damos por sentado que lo que escupe la ciberpágina municipal referido a cada uno de nuestros ediles es la verdad, lo cual, llegados a este punto de corrupción en que la mentira ocupa el espacio del aire que respiramos, resulta más que ingenuo. ¿Qué les hace pensar que la relación de bienes expuesta bajo cada nombre propio es cierta? ¿Qué buscan con este supuesto ejercicio de transparencia? ¿Quieren mostrar lo que tienen, o que quede claro lo que no tienen? No me interesa saber cuántas acciones guarda una, las hectáreas de tierra de otro, los coches al 50% de ésta, el piso en La Rioja de ése o el plan de pensiones de aquélla... Allá ellos si sus tesoros los han comprado, se los han regalado o los han robado; esta última posibilidad es un poco idiota, porque les llega para eso y más con el pastizal que cobran de nuestros impuestos. Y aquí quería llegar, al dinero que cobran. No me refiero a la cantidad, que ya acabo de calificar, sino a la procedencia. Soy de los ingenuos que consideran que el hecho de cobrar del erario público obliga al político a hacer uso de sus servicios, esos que siempre ensalza y defiende cuando tiene un micrófono delante: nada de colegios concertados o privados, nada de seguros médicos: que el dinero público no engorde el sector privado.