Hoy voy a contarles un cuento. Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un reino muy muy lejano, un infante -más bien hijo de infanta- entrando en esa adorable etapa de la adolescencia y, salvo sorpresa generacional, a punto de sumergirse -si no lo había hecho ya- en el excitante mundo del botellón, royal en su caso, supongo que con cubatas premium. Resulta que F.J.F.d.T.l.S., que imaginemos que así se llama nuestro protagonista, se agarró un día un rebote del siete -qué humor el de este chico- con su primito durante las clases de vela. Y decidió solventar el asunto rollo Chuck Norris, cabezazo que te arreo y amenaza con "pincho moruno" -reproduzco literalmente lo que cuentan los anales históricos del suceso-, dándole un toque Makinavaja chungo a la refriega que mola. El primo tuvo suerte, porque F.J.F.d.T.l.S. podría haber decidido resolver el contencioso formato John Rambo, con la carabina con la que un año atrás se había descojonado el pie justo después de que su abuelo descojonara un elefante. La duda que atenazaba al reino era si este chaval, sin duda una brisa de aire fresco en la corte que prometía ofrecer grandes tardes y que bastante tenía con estar sometido al escrutinio del ojo público, era una especie de submarino republicano en misión robespierriana, un heredero relegado y cabreado tipo Los Inmortales -sólo puede quedar uno- o la definitiva arma de destrucción masiva para recuperar un peñasco que dominaba cierto estrecho marítimo cuya soberanía fue cedida a otro reino allá por el siglo XVIII. (To be continued).