NO es fácil resumir en pocas palabras los puntos relevantes de las intervenciones del Papa Francisco en Brasil. Destaco algunos con el riesgo de omitir otros importantes.

El legado mayor fue la figura misma del Papa Francisco: un humilde servidor de la fe, despojado de todo aparato, tocando y dejándose tocar, hablando el lenguaje de los jóvenes y diciendo las verdades con sinceridad. Representó al más noble de los líderes, el líder servidor que no hace referencia a sí mismo sino a los demás, con cariño y cuidado, evocando esperanza y confianza en el futuro.

En el campo político encontró un país perturbado por las multitudinarias manifestaciones de los jóvenes. Defendió su utopía y el derecho a ser escuchados. Presentó una visión humanística en la política, en la economía y en la erradicación de la pobreza. Criticó duramente un sistema financiero que descarta los dos polos: a las personas mayores, porque ya no producen, y a los jóvenes, no creándoles puestos de trabajo. Las personas mayores no pueden trasmitir su experiencia y a los jóvenes se les priva de construir su futuro. Una sociedad así puede colapsar.

El tema de la ética, fundada en la dignidad transcendente de la persona, ha sido recurrente. Con referencia a la democracia ha acuñado la expresión "humildad social", que es hablar cara a cara, entre iguales y no desde arriba hacia abajo. Entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta ha apuntado una opción siempre posible: el diálogo constructivo. Tres categorías volvían una y otra vez: el diálogo como mediación para los conflictos, la proximidad a las personas más allá de todas las burocracias y la cultura del encuentro. (...)

En el campo religioso ha sido más fecundo y directo. Reconoció que ha habido "jóvenes que perdieron la fe en la Iglesia e incluso en Dios por la incoherencia de muchos cristianos y ministros del evangelio". El discurso más severo lo reservó para los obispos y cardenales latinoamericanos (CELAM). Reconoció que la Iglesia -y él se incluía-, está atrasada en lo que se refiere a la reforma de sus estructuras . Y les instó no solo abrir las puertas a todos, sino a salir al mundo y a las "periferias existenciales". Criticó la "psicología principesca" de algunos miembros da jerarquía. Tienen que ser pobres interior y exteriormente. Dos ejes deben estructurar la pastoral: la cercanía al pueblo, más allá de las preocupaciones organizativas, y el encuentro, marcado de cariño y ternura. Habla incluso de la necesaria "revolución de la ternura", cosa que él demostró vivir personalmente. Entiende la Iglesia como madre que abraza, acaricia y besa. Los pastores deben cultivar esta actitud materna para con sus fieles. La Iglesia no puede ser controladora y administradora, sino servidora y facilitadora. Enfáticamente afirma que la posición del pastor no es la del centro sino la de la periferia. Esta afirmación es de destacar: el puesto de los obispos debe ser o "al frente para indicar el camino, o en el medio para mantenerlo unido y neutralizar las desbandadas, o atrás para evitar que alguien se extravíe", y debe darse cuenta de que "el rebaño tiene su propio olfato para encontrar nuevos caminos". (...)

El diálogo con el mundo moderno y la diversidad religiosa: el Papa Francisco no mostró ningún miedo ante el mundo moderno; desea intercambiar y ser parte de un profundo movimiento de solidaridad con los privados de alimento y de educación. Todas las confesiones deben trabajar juntas en favor de las víctimas. Poco importa que la atención la preste un cristiano, un judío, un musulmán u otro. Lo decisivo es que el pobre tenga acceso al alimento y a la educación. Ninguna confesión puede dormir tranquila mientras los desheredados de este mundo estén gritando. (...) A los jóvenes les dedicó palabras de entusiasmo y de esperanza. Contra una cultura de consumismo y de deshumanización les pidió ser "revolucionarios" y "rebeldes". Por la ventana de los jóvenes entra el futuro. Criticó el restauracionismo de algunos grupos y el utopismo de otros.

En la celebración final había más de tres millones de personas, alegres, festivas, en el más absoluto orden. Un aura de benevolencia, de paz y de felicidad descendió sobre Río de Janeiro y sobre Brasil que solo podía ser la irradiación del tierno y fraterno Papa Francisco y del Sentimiento Divino que supo transmitir.