TENGO frente a mí, sobre el ordenador, cuatro entradas de cine. Las guardaba en el bolsillo desde el lunes, cuando fuimos en manifestación a ver Guerra Mundial Z (cuatro en un cine ya son muchos, de ahí el término); por cierto, aprovecho para avisarles de que si quieren ver a un actor hermoso recorrer medio mundo en aviones y helicópteros para salvar a su familia -a la humanidad, que le den-, la peli les molará, y los infectados no serán un problema: en masa crean montañas, en individual tocan la castañuela. Las entradas, y vuelvo al tema, son de papel de mala calidad. Nada queda de aquellos billetes de colores donde apasionados como yo apuntábamos la peli recién vista antes de guardarlos con otros cientos. Pero si algo les parece de ciencia ficción a los adolescentes de hoy en día son las personas que cortaban la entrada, amablemente te conducían a tu asiento y, en ocasiones, aguardaban una propina que no siempre llegaba. Al buen aficionado, sobre todo si era menor de edad, le convenía trabar amistad con el gremio. A los 16 años, contaba con varios amigos de uniforme -porque uniformados trabajaban- desperdigados por la ciudad donde vivía, en cines que hoy, ¡ay!, ya no existen. Ellos me dejaron disfrutar de películas que no estaban a mi alcance ni por edad, ni por estatura (crecí muy tarde, así que amontonaba papel en los zapatos para parecer más alto), ni por aspecto (no me afeité por primera vez hasta los 20 años). Los echo de menos. Es un trabajo desaparecido. Como los cobradores del autobús.