Estos días nos hemos reunido en Derry -convocados por la Comisión Norirlandesa de Derechos Humanos y la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos- un grupo de personas para trabajar sobre memoria y derechos culturales. No se trataba de un debate académico, a pesar de celebrarse en los neogóticos salones de la Universidad de Derry, sino de colaborar en la redacción de dos documentos que deben ser presentados ante la Asamblea General de las Naciones Unidas a finales de este año y a principios de 2014 ante el Consejo de Derechos Humanos.
Dado que me tocaba asistir en representación de un Comité de las Naciones Unidas, mis reflexiones debían tener una orientación técnica y general. Así que me quedé con las ganas de cruzar muchas cuestiones tratadas con la situación actual de nuestro país. Me desquito ahora, tratando de repasar aquí algunas ideas que se trabajaron, pero -ahora sí- pensando en su relación con nuestra realidad.
El primer documento que trabajamos trataba sobre la enseñanza de la historia, centrándose concretamente en los programas y los libros de texto, una materia de extraordinario interés para muchos países y seguramente lo sea también en el nuestro. Aunque en los distintos instrumentos internacionales no hay referencias directas a la escritura y la enseñanza de la historia, sin duda es una cuestión que puede también trabajarse desde la perspectiva de los Derechos Humanos, sobre todo en sociedades que salen de conflictos violentos o que están en riesgo de caer en ellos.
Ya sabemos del enorme potencial político de la historia y de la memoria, para bien y para mal, por eso es importante evitar su uso maniqueo para fines políticos, negando la complejidad de las cosas o invisibilizando las experiencias de convivencia y entendimiento.
El informe que hemos trabajado en Derry termina diciendo que la enseñanza de la historia debe reforzar el pensamiento crítico y animar el debate abierto, subrayar la complejidad de la historia y permitir el acercamiento comparativo de varias perspectivas. Y lo que es más importante y más difícil aún: no debe servir para el propósito de reforzar el patriotismo y construir una identidad nacional concreta.
En nuestro país estamos en buenas condiciones para entender esto, dado que no nos encontramos ante una sola historia nacional que por ser única pase -como en tantos lugares- desapercibida, sino que vemos confrontadas dos visiones nacionales que compiten por explicarnos nuestro país. Por ese motivo deberíamos ser más sensibles que nadie a evitar abusos y utilizaciones maniqueas.
Afortunadamente, tenemos también maestros que saben esquivar los excesos de uno y otro discursos nacionales. Y es que el mejor libro de texto no sirve de nada sin un buen profesor capaz de transmitir esa complejidad, conocimientos, actitudes y valores. Durante las jornadas tuvimos la ocasión de conocer diferentes experiencias de libros de textos compartidos entre escuelas de Alemania y Francia, entre centros de Israel y de Palestina o de varios países de los Balcanes.
El segundo documento trataba sobre los retos de la memorialización. Estudiamos los valores y los riesgos de los memoriales, sus carencias y sus excesos. Nos hemos basado en los cuatro pilares onusianos -verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición- pero intentando ir un poco más allá en relación al contexto político y social. Ojalá seamos capaces en nuestro país de conseguir que el diseño de los memoriales o institutos de la memoria cuente con las recomendaciones de los instrumentos internacionales y reconozca las mejores prácticas y experiencias, así como los errores cometidos por otros para, en la medida de lo posible, evitarlos.
La idea de un futuro Memorial en Euskadi completamente independiente y sin coordinación con un futuro Instituto Vasco de la Memoria no parece que resulte una buena práctica de la que presumir. No parece que estemos siendo capaces de construir algo mínimamente compartido, que recoja todas las violencias ilegítimas y todas las violaciones de Derechos Humanos, sin confundirlas pero sin olvidar ni despreciar ninguna. En este caso parece oportuno hacer un llamado a la cordura.
Trabajar estas cuestiones durante los días en que nuestros periódicos reflejaban la pelea política en Euskadi y en Madrid -las más de las veces con argumentos entre tramposos y circunstanciales- con motivo de nuestros futuros espacios de memoria resultó triste y esclarecedor al tiempo. Deberíamos ser capaces de tratar estos asuntos con sinceridad, con rigor, con debate de todas las diferencias, con principios claros, con toda libertad y responsabilidad, pero al tiempo de una forma más discreta, de una forma más seria, sin poner por enésima vez nuestra memoria y nuestras víctimas en el corazón de una pelea política que probablemente les ayude en muy poco.
Otro de los aprendizajes que nos puede interesar es la excelente oportunidad de trabajo que facilita la existencia de una Comisión Nacional de Derechos Humanos, con relaciones oficiales con las Naciones Unidas. Una comisión -o instituto, el nombre es lo de menos- que por el camino que vamos no parece que estemos siendo capaces de construir.