el patriotismo inglés -casi cuatrocientos años de commonwealth le contemplan- no es sospechoso de timorato. Desde los salones aristocráticos de la Royal Society hasta las minas de Yorkshire, desde las campiñas de Canterbury hasta los antros cerveceros de Liverpool, los ingleses veneran a su Corona bicrucífera por orgullo, tradición popular y pragmático sentido de la diplomacia, más que por devoción o convicción. Pero luego les trae sin cuidado, por ejemplo, el futuro de Irlanda, en cuyo secular conflicto sólo se les ha perdido la defensa de los unionistas. Poco que ver con el patriotismo español de tricornio y legión, presto a montar el numerito en la isla de Peregil, en Gibraltar o en Trebiño, aun pasando por encima de las artes diplomáticas, del sentido común y del sentir de los afectados. Un gerifalte del PP me confesó en cierta ocasión que a Burgos en realidad se la trae al pairo el contencioso de un condado que no saben ni dónde está, sin ninguna fuente de riqueza y heredado de un intercambio de cromos entre dos reyes en no saben qué siglo. Lo que ya no le da tan igual, por una cuestión de rancio orgullo, es que tengan que arriar la bandera en Flandes, aun cuando -lo que resulta más patético, a diferencia de Irlanda o Gibraltar- ningún vecino de Trebiño tiene el menor interés en la protección de la metrópoli, sino todo lo contrario. Que Burgos les dejara en paz les haría la vida mucho más fácil. Así que quizás los trebiñeses debieran convertirse al protestantismo y autoproclamarse súbditos de la reina Isabel. Todo sería más lógico.
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