el juramento del Juego de Pelota de junio de 1789 es uno de los eventos históricos de la democracia moderna. En aquel hermoso trinquete de Versalles au Jeu de Paume y a propuesta del Tercer Estado se constituyó la Asamblea Nacional. Allí debutó, tras el antecedente inglés, la democracia parlamentaria. Hoy, afortunadamente, el frontón de la democracia se ha universalizado. Sin embargo, azules y colorados, conservadores o populares, socialistas o progresistas, demócratas o liberales... las parejas políticas que con diversas denominaciones han dominado el juego han ido transformando el frontón de la democracia en un negocio personal, familiar, clientelar o corporativo. Hoy, la crisis y la corrupción está carcomiendo la relación entre la democracia y los partidos políticos y afecta ya a la estructura institucional en sus distintas dimensiones estatales e internacionales.
Un penoso espectáculo que trae a la memoria pretéritos episodios que culminaron con la desaparición de numerosos jai-alai democráticos. Un panorama que invita a reflexionar sobre posibles vías para renovar la democracia. Además de mejorar la formación y actividad de los agentes políticos, la reforma del juego democrático debe incorporar nuevos instrumentos políticos meritocráticos, de insaculación o cibernéticos que mejoren el sistema representativo y la participación política.
Internet y las posibilidades de información y comunicación que ofrece la red permiten plantear nuevas fórmulas de participación política y desarrollar fórmulas organizativas y de interactuación institucional que posibiliten nuevos instrumentos democráticos de control de la actividad política. Como han puesto de manifiesto recientes campañas electorales, la construcción de redes políticas en Internet está en la base de los triunfos políticos de Obama en EEUU, del Movimiento 5 Estrellas en Italia o de los denominados partidos pirata en el norte de Europa. La actividad en la red está cuestionando la oligarquización partitocrática de la política y, en consecuencia, del actual modelo de representación democrático.
También la meritocracia es una vía para mejorar la democracia. Aquellos ciudadanos que por meritos relevantes en diferentes ámbitos del saber y de la práctica estén dispuestos a desarrollar una actividad institucional pueden ser seleccionados y ennoblecidos para el desarrollo de tareas parlamentarias. Se trata de buscar remedio a las dificultades que demuestran las organizaciones políticas para aportar parlamentarios con formación o experiencia profesional adquirida al margen de la actividad partitocrática. La incorporación ciudadana a tareas políticas podría también favorecerse recurriendo a la elección mediante sorteo, tal y como se hacía en la antigua Grecia y recientemente en Islandia. Una fórmula para corresponsabilizar al conjunto de la población en la igualdad y solidaridad ciudadana que debe caracterizar a la democracia. También en el sistema foral vasco-navarro el gobierno local se renovaba anualmente mediante insaculación entre los representantes de las casas.
La renovación de un modelo de democracia representativa no es tarea fácil, en particular allí donde la democracia institucional no se sustenta en una cultura participativa. Asumir funciones de responsabilidad en relación a un colectivo en tanto que servicio a la comunidad es tarea que habitualmente trata de evitarse. En ese contexto cultural, la profesionalización de la política se ha visto favorecida por la desresponsabilización ciudadana, pero también por la voluntad consciente de la política corporativa por alejar a la población de la política y poder repartir los beneficios públicos entre un reducido número de asociados. El resultado ha sido la consolidación de una casta que ha parasitado el ejercicio democrático. La democracia representativa se ha ido metamorfoseando en una suerte de democracia decorativa sobre la que campan a sus anchas toda clase de aprobetxategis cuyo objetivo, en nombre de la democracia, de la libertad, de la justicia, de la nación o de la igualdad es servirse de lo público para hacer carrera o un patrimonio personal.
Quienes con la llegada de la democracia asumieron tareas políticas a finales de los años 70 contaban mayoritariamente con trayectorias profesionales. Qué decir de aquella generación que pagó con el exilio su compromiso democrático. En sólo unas décadas de democracia los partidos han minorizado a la sociedad civil en una carrera desenfrenada por repartir puestos, contratos, sueldos y negocios en un entorno nepótico.
Es preciso abrir ventanas y dejar que sople un aire fresco sobre el modelo representativo. Aunque los partidos políticos han demostrado ser organizaciones capaces de articular las sociedades de post-guerra, están demostrando carecer de los necesarios recursos humanos y materiales o de la ética y visión necesarias para dirigir a las complejas sociedades del siglo XXI.
Hoy, casi sin excepción, los partidos parecen representar a corporaciones oligarquizadas y de ámbito muy local cuyos dirigentes son reflejo de aparatos burocratizados. Y pensar que quienes nos han conducido a este desastre global son la solución es parte del juego de la propaganda.
Romper con la profesionalización de la política e incorporar nuevos instrumentos participativos implica entender que la política es un servicio público temporal en lugar de una actividad profesional vitalicia. La política puede y debe ser una tarea civil que se asume tras una experiencia y andadura profesional y cuyo ejecicio público y orgánico se abandona tras unos años. No un montaje de relaciones e intereses corporativos tipo factoria Disney. O los partidos reformulan sus estructuras partitocráticas o nuevos movimientos políticos deberán reformular la democracia.