hace año y medio el lehendakari López trajo de uno de sus viajes a Estados Unidos la buena nueva de que el occidente de Vasconia nadaba en reservas de gas. El llamado gas shale o gas no convencional se iba a convertir en nuestro particular El Dorado. En tiempos de desolación como los que vivimos, la noticia sonaba a música celestial. Pero resulta que para la extracción de ese gas es preciso utilizar una técnica, conocida como fracking o fractura hidráulica, acerca de la cuál hay serias dudas.

Tras el anuncio presidencial y como suele ser habitual, enseguida se oyeron las primeras voces en contra de la explotación de hidrocarburos en nuestros lares. Y muy pronto, también como suele ser habitual, surgió la correspondiente plataforma de apellido ez: fracking ez. La verdad sea dicha, uno desconfía de manera automática de esas plataformas, pero este es un caso algo diferente, porque las cosas no están tan claras como pretenden los promotores de la nueva técnica.

La extracción de gas shale tiene ya más de una década en Norteamérica y los resultados son, al parecer, muy satisfactorios para los estadounidenses. De hecho, tras muchos años de dependencia energética exterior, han recuperado el autoabastecimiento casi totalmente. Eso es importante por razones tanto económicas como, quizás en mayor medida, geoestratégicas. De confirmarse su autonomía energética, el Golfo Pérsico dejaría de ser para ellos una preocupación y un enclave a proteger con un coste enorme.

Pero la extracción del gas tiene contraindicaciones. Hay riesgos de provocar la liberación de sustancias diversas -como metano, un gas con un potente efecto invernadero- en cantidad no desdeñable de las capas profundas del subsuelo de donde se realiza la extracción. Los productos que se utilizan en la perforación tienen cierto potencial contaminante, sobre todo en los acuíferos de la zona. Si bien de escasa importancia, la fractura hidráulica puede provocar también microseísmos. Y además, el volumen de agua que se debe inyectar para provocar las fracturas es considerable.

Todo eso ha de tenerse en cuenta, pero como siempre ocurre en estos casos, no ha de ser lo único a tener en cuenta. Casi no hay actividad humana que no conlleve algún riesgo. Y por lo visto, la tecnología empleada ha mejorado mucho a lo largo de la década; es ahora mucho más segura y eficiente que al principio. Lógicamente, hay que evaluar los riesgos y beneficios previsibles, porque si estos últimos fuesen de gran magnitud, las citadas serían quizás contraindicaciones de escasa entidad.

Pero hablando de beneficios, lo cierto es que hay dudas acerca de la rentabilidad de este tipo de operaciones. De hecho, no está claro cuál es el retorno energético real, pero alguno de los valores que manejan los especialistas pondría incluso en cuestión la existencia de beneficios energéticos netos.

Hay un último aspecto de este asunto que no debe dejarse de lado. La mayoría de las explotaciones norteamericanas se realizan en zonas con un importante pasado petrolero. El paisaje de esas zonas está ya muy afectado por las extracciones realizadas en el pasado. La extracción de gas shale en nuestro país, sin embargo, provocaría una transformación radical en el paisaje de las zonas afectadas entre torres de extracción, depósitos diversos, carreteras donde antes no las había o tráfico de camiones. Si las estimaciones manejadas fuesen correctas, centenares de torres, con sus instalaciones anejas, surgirían como desde el interior de la tierra y dominarían el paisaje en las zonas de extracción. ¿Estamos dispuestos a aceptar ese panorama?