en la ya desaparecida cárcel de Carabanchel existía una galería subterránea particularmente siniestra denominada oficialmente CPB (Celdas de Prevención Bajas). Se encontraba al final de la sexta galería-reformatorio, donde estaban los menores de edad. Sobre la entrada, tres letras indicaban el destino: CPB. Era una galería de pequeñas dimensiones, situada por debajo del nivel del suelo de los patios. Cada una estaba dividida en dos espacios; en el primero se colocaba una colchoneta increíblemente sucia, un plato metálico, un vaso de plástico y una cuchara de madera casi tan sucia como la colchoneta. Una reja con cancela y cerrojo limitaba un segundo espacio, de tres por cuatro pasos cortos. Ningún tipo de alumbrado, ni siquiera instalación eléctrica. Apenas cierta claridad gracias a la luz que durante el día se filtraba por los respiraderos. El preso quedaba encerrado en este segundo recinto, con un grifo y una especie de retrete -un agujero prácticamente- que servía para todo; lavarse, hacer las necesidades o lavar el plato. Eso era todo. Ni un banco para sentarse. 24 horas al día en la celda y todos los días.

Cuando varios años después de la muerte de Franco se cerró Carabanchel, durante varios meses cualquier ciudadano pudo visitar el siniestro centro, a modo de curioso turista. Para facilitar el recorrido, un guía iba explicando cada una de las instalaciones, pero si preguntabas por las celdas de castigo o celdas bajas, el tipo -mal informado o bien aleccionado- respondía que jamás habían existido tales ergástulas. Por las CPB pasaron muchísimos presos políticos y comunes, pero oficialmente jamás existieron. La galería fue tapiada a principios de los 80. Todo un símbolo: se tapia la historia como forma de negarla.

De alguna manera, los pactos, los discursos y el estilo oficial de la Transición, a imagen y semejanza de lo sucedido con las CPB, se propusieron tapiar la historia de 40 años de franquismo. Aquellos acuerdos entre franquistas reciclados y opositores reciclados nos trasmitieron que, a fin de cuentas, aquí no había pasado nada y pelillos a la mar. Después, gentes del pueblo, procedentes de todos los horizontes de la izquierda o, simplemente, gentes con sentido de la honestidad han ido quitando uno a uno cada ladrillo de esa tapia para dejar al descubierto la realidad de los crímenes -hoy todavía impunes- del franquismo.

Uno de los protagonistas de esta revisión de nuestro pasado reciente es el movimiento de recuperación de la memoria histórica. Su trabajo no se limita a denunciar el olvido y la falsificación de la historia, tarea que comparte con historiadores, juristas y otros sectores intelectuales. Lo específico de su actividad es la relación directa que establece entre aquel pasado y un presente en el que ninguna de las atrocidades que se denuncian ha sido debidamente reparada. Entender que el muro de impunidad y sin razón contra el que choca es la consecuencia inmediata de un aparato de Estado heredado de la dictadura y, en particular, de una judicatura profundamente marcada por el franquismo.

Recuperar la memoria histórica se ha convertido en un proceso cada vez más incómodo para las instituciones, desde la Judicatura a la Real Academia de la Historia, pasando por los sucesivos gobiernos y la derecha, cuyo discurso se limita a defender que las cosas se queden tal como están porque volver sobre la historia supone reabrir las heridas, actualizar un enfrentamiento felizmente superado por la transición. Se trata de un discurso cínico que equipara la legalidad republicana al golpismo fascista y a las víctimas con sus verdugos.

Pero lo insoportable es que esa sea justamente la versión de nuestra historia que se ha impuesto en la práctica. Los delitos cometidos por el franquismo nunca han sido reconocidos ni explicitados y fueron amnistiados antes de ser juzgados. Por el contrario, no se ha anulado ni uno solo de los juicios incoados contra quienes resistieron a la dictadura. Resulta vergonzoso que los gobiernos de la democracia hayan considerado perfectamente legales esos juicios.

El especial interés en olvidar la fase final de la resistencia al franquismo se explica, precisamente, porque una parte importante de quienes la protagonizaron sigue viva y, como no hay víctimas sin verdugos, también lo está parte del aparato represivo que pasó impoluto de la dictadura a la democracia. Hoy ofician de padres de la patria exministros que firmaron condenas de muerte, jueces que dictaron sentencias en Consejos de Guerra o en el TOP, miembros de la Guardia Civil o la Brigada Político-Social que torturaron e incluso asesinaron. Blindar su impunidad fue una especial preocupación del régimen en su fase terminal.

Pero ha sido la propia judicatura española, con su aplicación de los principios de la Justicia Universal a los casos seguidos contra las dictaduras argentina, chilena y guatemalteca -en los que se declaró competente-, la que ha abierto de par en par la puerta que permitirá sentar al franquismo en el banquillo de los acusados. Porque la sentencia del Tribunal Supremo que impide juzgar los crímenes de la dictadura choca frontalmente con las resoluciones de ese mismo tribunal en los casos de las dictaduras latinoamericanas.

En la apertura en el Juzgado N1 de Buenos Aires de la querella por genocidio y delitos de lesa humanidad contra el franquismo y sus autores, al declararse competente la justicia argentina, al contrario que la española, se limita a actuar con coherencia. No pueden seguir juzgando los crímenes de la dictadura militar argentina y negarse a hacerlo con los crímenes del franquismo. Es más, el resto de Estados democráticos estarían obligados a hacer lo mismo y los principios de la Justicia Universal les permitirían concurrir en esta tarea, demostrando que no puede haber fronteras nacionales, ni jurídicas, ni temporales que puedan proteger a quienes cometen crímenes contra la humanidad.

Nunca el pasado estuvo tan presente, porque un sector de la sociedad ha roto su silencio, quiere recuperar su historia y se niega a cerrarla en falso. Pero también porque la crisis del sistema y la forma de gestionarla ha roto las costuras de un traje donde no entra ya la sociedad real. En suma, las CPB existieron, como las torturas, las cárceles, las sacas, los fusilamientos o las fosas. La historia no puede ser tapiada.