fray Guillermo de Baskerville no se fiaba. El intelecto le impedía al protagonista franciscano de El nombre de la rosa -inspirado en el pensador nominalista Guillermo de Ockham- aceptar que los crímenes de los monjes benedictinos respondieran a algún enigma apocalíptico del Maligno. Detrás del nombre, del universal, tenía que haber necesariamente, más por la lógica de la razón que de la fe, algo más profano. La magistral novela tiene innumerables lecturas teológicas o filosóficas sobre la crítica a los grandes universales, pero su relato también puede aplicarse a numerosas realidades mundanas y cercanas. La política municipal vitoriana -y disculpen un ejemplo tan prosaico- ha girado estos días en torno a un universal llamado canon, que también esconde, por otra parte, cierta connotación eclesiástica. Lo importante parece ser el nombre con el que el Gobierno Vasco consigne en sus presupuestos este concepto y que figuren expresamente los términos sagrados de canon y capitalidad. Estas palabras se han convertido en Vitoria en una especie de concepto vacío que mueve montañas, genera encendidos debates, agita complejos provincianos, alimenta la identidad y el orgullo de la ciudad, ensalza la gloria de su capitalidad y reivindica el nombre por encima del contenido particular. Pero si aplicáramos la lógica argumental de la navaja de Ockham nos quedaríamos con que es sólo lo que parece, es decir, pedirle al Gobierno cinco millones. Y al final "de la rosa sólo queda el nombre desnudo", como concluye Umberto Eco.
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