LOS chavales de años atrás (bastante atrás, cuando transitábamos la transición) teníamos que buscarnos la vida de diferentes maneras si queríamos ver carnes desnudas, porque lo poco alegre que asomaba por el televisor era una teta en Cañas y barro, y gracias. Todo pasaba por armarse de valor, acudir a una librería y conseguir alguna revista con póster central desplegable, donde una mujer en postura zigzagueante miraba a cámara y, por lo tanto, te miraba. La revista toda, o sólo el póster, entraba a formar parte de los tesoros comunes de la cuadrilla, pero a veces convenía llevársela a casa para aliviar momentos intensos. Y había que esconderla, señores. Nunca fui muy hábil en esa labor, así que les confieso que en varias ocasiones acabé preso de la más intensa vergüenza al ver caminar a mi madre por el pasillo con la playmate de abril en la mano. Nada ha cambiado en esta agitación que sentimos por las carnes nuestras y ajenas. Pero sí las formas y, sobre todo, las cantidades. Ahora basta con escribir teta, culo o polla en internet para acceder a un increíble mundo venéreo de imágenes fijas o en movimiento. Es decir, que ya no queda nada por descubrir, lo cuál no significa que el interés haya menguado. Analicen las ciberpáginas de los diarios y comprueben la cantidad de ocasiones en que se consulta la foto de portada del Interviú, aunque se trate de una señora entrada en años, el posado procaz de la actriz de moda o el vestido que se le descosió a la altura de la hucha a una muchacha a quien nadie le enseñó unas mínimas nociones de volúmenes.