ESTAMOS acostumbrados a hablar de Diógenes como un ser que vivió en un tonel en el que guardaba lo único que consideraba imprescindible. Y que tenía aquella casa porque la podía transportar a donde quería. Decimos que tienen síndrome de Diógenes aquellas personas que guardan en casa muchas cosas, la mayor parte de ellas inservibles, que además pueden encontrarse en malas condiciones y provocan una situación que puede ser susceptible de perjudicar la salud. De vez en cuando, encontramos una noticia que informa sobre una persona a la que los servicios sociales han hecho el favor de limpiar su casa de cosas inservibles o de basura para que pueda sobrevivir. Todo por su bien. Si extendemos la parábola a nuestra madre Tierra quizá podamos identificarnos porque la estamos llenando de tanta porquería, de tantas cosas inservibles, que deberíamos crear un servicio social de conciencia colectiva que lo evitase. Pero eso es otra historia.
Sin embargo, en estos días resulta más interesante la actitud del filósofo griego en otra disposición más provocativa aún para nuestro tiempo. Diógenes recorrió las calles de Atenas con un farol encendido y se dirigía a la gente desesperado porque decía que no encontraba una sola persona justa, honesta, con un sentido ético de la vida. Ese síndrome de Diógenes, esa preocupación por encontrar una persona honrada, no nos interesa.
Vivir en la mentira es nuestro deporte. Hay países en los que muchos jóvenes no tienen acceso a la educación y tienen un índice alto de analfabetismo. La corrupción está muy extendida entre clases dirigentes que no tienen la honestidad y la capacidad de solidaridad de aquellas personas a las que se considera ignorantes. ¿Dónde se encuentra la mayor ignorancia?
Aquí, en nuestro contexto, las clases vinculadas a la partitocracia no parecen ser analfabetas en conocimientos, pero lo son desde el punto de vista moral. El problema es que también se encuentra en esta situación una población muy amplia que ha pasado por procesos educativos más o menos acertados pero ha llegado a unos niveles que permiten juzgar y despreciar al resto.
Se desprecia y se juzga a generaciones anteriores, y a los progenitores actuales, a quienes se considera menos formados. Pero esos juicios no se hacen con justicia, porque a veces se hacen sin ver más allá de la nariz y muchas personas se preocupan solamente por lo suyo. ¿No es eso una manifestación de ignorancia? ¿Tenemos una visión moral del mundo? Juzguemos con dureza a aquellos miembros de la clase política que han dejado los pelos en la gatera, pero miremos también nuestro ombligo y los de nuestro alrededor. ¿Encontraría Diógenes muchas personas con su linterna de fuego?
Lo triste es que los parlamentos y las sedes de los partidos políticos -desde donde se debe pulir y dar esplendor a la justicia- no son estancias donde Diógenes encontraría muchas personas con sentido de la honradez y de la justicia. Cuando se habla de que son los sabios quienes deben gobernar, no se está planteando que dirijan un país quienes más títulos universitarios tienen, sino quienes mejor saben distinguir los límites entre el bien y el mal, quienes tienen mayor sentido ético. Claro que insinuar que no existe el bien o el mal, o presumir incluso de amoralidad, es un ejercicio de superficialidad intelectual que nos ha traído estos lodos.
Menos mal que sigue habiendo núcleos significativos de personas y colectivos con los que Diógenes se podría sentar porque habría encontrado el sentido de la honradez, que es consecuencia de los valores éticos. El derecho, a veces, consigue que una determinada justicia ponga diques a las agresiones y a los latrocinios, pero un conocimiento exhaustivo de los vericuetos legales para burlar a la justicia también nos lleva a identificar tristemente lo legal con lo moral.
Sufrimos un analfabetismo ético, a pesar de esa pinta de sabiduría que imprime a muchas caras el photoshop mediático. El conocimiento ético es el germen de la sabiduría, que no es otra cosa que elegir en libertad y poner la luz en la herida para curarla, no para hurgar en ella y hacer más daño.
Nos asusta ver la basura amontonada en nuestras casas o en los lugares públicos y nos asusta quien se acostumbra a ella, pero no tenemos miedo a convivir con esta otra incoherencia interior que pone oídos sordos a no mentir, no robar, no matar, no hacer a otras personas lo que no deseo que me hagan a mí, y no queremos que venga nadie con su linternita para dar la vara.