conste que, con carácter general, no creo en esta afirmación que corre por ahí como dogma de fe para justificar sin más explicaciones cualquier privatización o externalización. Tampoco estoy de acuerdo si se declara lo contrario sin más, que la gestión pública siempre es más eficaz. Cualquiera de las dos afirmaciones, soltadas así, sin pruebas ni datos, suelen ser tramposas por obviar la cuestión esencial: más eficaz para qué.

La eficacia se define como la capacidad de lograr los objetivos pretendidos. Y ahí está la trampa, que no se suele mencionar qué es lo que se pretende. Se habla de eficacia como si fuera una cualidad abstracta desconectada de cualquier objetivo, como la densidad o el color, y como si el objetivo constituyera un pequeño detalle prescindible. Pero ya se sabe que el diablo está en los detalles.

Poniendo los objetivos por delante es cuando tiene sentido preguntarse si la gestión privada o pública es más eficaz. Conociendo el objetivo, podemos medir si estamos más cerca o más lejos de alcanzarlo y calcular también si nos está costando más o menos recursos el obtenerlo.

Pensemos, por ejemplo, en el sistema sanitario. Si el objetivo es ganar dinero con la salud de la gente, lo más eficaz es la gestión privada. Tenemos el caso paradigmático de EEUU. El gasto sanitario es casi el 18 % del PIB, la mayor parte gasto privado que sirve para enriquecer a los médicos, a los hospitales y a las compañías de seguros. Eso sí, en torno al 14 % de la población -43 millones de personas- carece de seguro médico; además, los seguros privados no cubren todo, y no es raro que una enfermedad grave obligue a una familia a hipotecar su casa para pagar el tratamiento. Si el objetivo es garantizar la atención de toda la población, resulta más eficaz la gestión pública que predomina en los países europeos y que consigue buenos indicadores, mejores que en EEUU. La mortalidad infantil es la mitad, también es mayor la esperanza de vida o el número de camas de hospital y de médicos por habitante. La gestión pública también resulta más eficiente ya que el gasto sanitario es menor; en España es del 9,5 % del PIB, cerca de la media de la UE.

Pensemos en hacer la guerra. Si el objetivo es matar mucho, suele ser más eficaz la gestión pública, por eso los ejércitos nacionales sustituyeron a las milicias privadas hace siglos. Una de las gestiones más eficaces de la historia fue la del III Reich en cuanto a matar, y en particular en cuanto a matar judíos de forma barata y limpia. Pero si consideramos como objetivo ganar la guerra, fueron más eficaces los ejércitos aliados y más eficientes los EEUU que la URSS si contamos el número de muertos necesarios. Pero si se trata de torturar o de matar sin que se sepa, mejor la gestión privada, como ha hecho EEUU en Irak o Afganistán, contratar empresas privadas que operan sin uniformes ni banderas y que no tienen que dar cuentas a la opinión pública; en Argentina o Chile la gestión pública ofreció peores resultados.

O sea, depende. Pero hay que reconocer que, en la actualidad, en nuestro país la mayor parte de los servicios de gestión pública resultan poco eficaces, incluso algunos que en otras épocas aguantaban bien la comparación. ¿Por qué sucede esto? Posiblemente la culpa la tenemos los ciudadanos a la hora de colocar a los gestores de esos servicios. No estamos acertando con las personas idóneas.

Dejo aparte los casos de corrupción, que haberlos parece que haylos, de gestores de lo público que aprovechan para meter la mano en la caja, con lo cual sufre la calidad del servicio que prestan. O que gestionan mal de forma deliberada para justificar una privatización a favor de unos amiguetes que le harán llegar la correspondiente comisión. Pero incluso en los casos en que ponemos a personas incorruptas al frente de servicios públicos, quizás no les estamos exigiendo dos cosas imprescindibles: que se lo crean y que estén capacitadas.

Parece que muchos gestores de la cosa pública están convencidos de la superioridad de los servicios privados y de la ineficacia e ineficiencia de lo público. Es gente que dirige la educación pública pero manda a sus hijos a la enseñanza privada, o que gestiona la salud pública y que cuando enferma acude a la sanidad privada. Algo así como si el colegio cardenalicio eligiera a un luterano como Papa, o como si nombraran a un antimilitarista como comandante en jefe de la OTAN. Si nos empeñamos en colocar en la gestión pública a quienes profetizan que la gestión pública es ineficaz, la profecía se cumplirá inexorablemente. No pondrán empeño alguno en que la cosa funcione, convencidos como están en que es imposible, y se dedicarán a privatizar cuanto antes. En la empresa privada nunca cometerían semejante error; suelen nombrar personas que tienen fe en su negocio. Si un directivo de Coca-Cola dijera en público que Pepsi-Cola tiene mejor producto se vería ipso facto de patitas en la calle.

A veces, aunque designamos a personas que parecen creer en lo público, resultan ser completamente incompetentes. El autor del principio de Peter ya nos explicó que un vicio de las organizaciones es el ir ascendiendo a la gente hasta que alcance su nivel de incompetencia por el procedimiento de nombrar para un puesto por el simple hecho de haber demostrado valer para otro. El que demuestra ser buen cocinero asciende a gerente de una cadena de restaurantes para probar que su única habilidad era la cocina. Un magnífico futbolista puede demostrar que como entrenador es un desastre. El mejor profesor puede revelar al ser ascendido a rector de su universidad que carece de la menor capacidad para dirigir. El fenómeno se amplifica cuando ponemos en relación política y administración. El que demostró mucha habilidad para ascender en las listas electorales dando la razón siempre al jefe de pronto puede ser nombrado director general de algo; el que demostró ser un buen alcalde de su pueblo de pronto es ministro; el que demostró sus dotes para hundir bancos de pronto dirige una gran empresa pública; o el primo favorito del presidente de la Diputación es elegido alcalde. Nadie ha comprobado previamente si alguno de ellos tenía alguna habilidad para desempeñar su nuevo cargo y resulta que algunos sí, la tenían o la aprenden rápido, pero otros enseguida demuestran que carecen en absoluto de las habilidades necesarias.

Una de las tentaciones del incompetente es que otros hagan por él lo que no sabe hacer. El gestor público que no tiene ni idea de gestionar tiene una salida fácil, externalizar con el apoyo entusiasta de quienes tienen más fe en lo privado que en lo público y, en su caso, de los corruptos y de los corruptores. Si la gestión anterior ha sido lo suficientemente desastrosa todos ellos podrán vender que el cambio ha supuesto más eficacia. A veces hasta es verdad la mejora, aunque también lo sería con una gestión pública no encomendada a incompetentes, corruptos o apasionados privatizadores.

Nos tenemos que poner las pilas sobre a quiénes estamos poniendo a cargo de los servicios públicos. De nuestros servicios.