la decisión del actor francés Gérard Depardieu de renunciar a la nacionalidad francesa y trasladar su domicilio a Bélgica, en protesta por las medidas fiscales anunciadas por el presidente François Hollande, reabre el debate acerca de cuál es la fiscalidad necesaria, al tiempo que pone de manifiesto las carencias de una Unión Europea que garantiza la libre circulación de personas, mercancías y capitales, pero que carece de una fiscalidad armonizada para el conjunto de los países de la Unión.

El caso del actor francés, con 42 años de carrera y 170 películas a sus espaldas, está resultando muy mediático dada la indudable notoriedad del protagonista, pero no es el único ni el que mayor importe monetario supone. Son sobradamente conocidos los casos de multinacionales como Google o Apple que fijan su domicilio fiscal en Irlanda, donde apenas tributan por el 12% de sus beneficios, contabilizando la mayor parte de sus ventas en dicho país (aunque las mismas se produzcan físicamente en España o en cualquier otro país de la UE), al objeto de evitar tributar en los países donde venden sus productos y servicios. Así, Apple factura en Irlanda el 99% de sus ventas en España, de forma que con una cifra de negocio de 1.400 millones de euros en el ejercicio 2010, sólo declaró a la Hacienda española el 1% de la misma, es decir, 14 millones de euros, por los que únicamente pagó 2 millones en concepto de Impuesto de Sociedades. Comportamiento similar adopta la multinacional Google, que factura sus ventas a través de países con baja tributación, como Irlanda, llegando incluso a declarar pérdidas en España, aunque sus beneficios en el extranjero (casi todos en Irlanda) sumaran la cifra de 7.600 millones de dólares.

Los datos anteriores ponen de manifiesto la urgente necesidad de que la Unión Europea se dote de mecanismos armonizadores que eliminen los estímulos e incentivos a traslados de beneficios fiscales mediante lo que en la jerga económica se conoce como precios de transferencia.

Sin duda el camino es largo y no exento de dificultades, pero el concepto de ciudadanía europea, más allá de declaraciones ampulosas y grandilocuentes, requiere de medidas audaces que hagan atractivo sentirse europeo y que se vea a la Unión Europea no como la institución de la que provienen todas las medidas de austeridad adoptadas en los últimos tiempos, sino como el espacio común que garantiza la cohesión social, la equidad y la justicia.

Sin duda, una UE receptiva y empática con las necesidades de la ciudadanía debería dar pasos para que la unión fuese también fiscal, lo que no necesariamente significa uniformidad, sino que cada región de la UE podría tener un margen de actuación, dentro de una banda determinada, al objeto de impulsar y promover determinados objetivos de política económica regional, salvaguardando, de paso, determinados regímenes especiales.

Pero sobre todo, la acción de Depardieu hay que verla como un gesto de terrible insolidaridad. No solamente con la gran cantidad de ciudadanos que podrían verse beneficiados con unos ingresos que ahora no se van a producir, sino sobre todo con todas las generaciones anteriores que trabajaron duro para que el versátil actor francés pudiera llegar hasta donde llegó. Y es que Depardieu usó y se benefició de un sistema escolar, usó y se beneficio de un sistema sanitario público financiado con impuestos de las generaciones anteriores y, sobre todo, de unas infraestructuras intelectuales y culturales, de un conocimiento previo gracias al cual él ocupa ahora una posición de privilegio. El gesto de Depardieu supone un intento de apropiación de unos bienes intangibles (capital intelectual) que pertenecen al común de la sociedad, ya que ese capital se ha ido construyendo gracias al saber acumulado de generaciones anteriores y a una inversión pública que pertenece a la sociedad en su conjunto. Si algo sabemos del capital intelectual es que este, a diferencia de la mayor parte de los bienes materiales, no se consume con el uso. Depardieu es el portador de un capital intelectual que no solo le pertenece a él, sino que, como apuntan Michael Hardt y Toni Negri en Imperio, es propiedad del común que igualmente tiene derecho a usarlo.

Por eso, más allá de la crítica a un tipo impositivo para las grandes fortunas, tachado por algunos de confiscatorio, convendría reflexionar sobre la titularidad de esa gran fortuna, sobre el origen de la misma, y sobre el papel que jugaron las instituciones públicas en la acumulación de bienes comunes (el conocimiento), origen de nuevos bienes que si son explotados de forma privativa (y la huida a Bélgica es un intento de privatización), contribuyen al expolio de lo que pertenece a la sociedad en su conjunto.