hay premios que todavía guardan -o guardaban- un cierto halo de prestigio. Uno de ellos es el Nobel, en cualquiera de sus disciplinas. Causa expectación cuando otorgan el de Literatura, por ejemplo, aunque en muchas ocasiones no tengamos ni pajolera idea de quién es ni qué ha escrito el premiado de turno. Pero basta con que su nombre sea el elegido para que pensemos: "Su obra será buena o, al menos, interesante". Lo mismo pasa con los de Medicina, Química, Física -aunque no sepamos muy bien para qué sirven lo que inventan o descubren- e incluso con el de Economía, a pesar del desprestigio que afecta a los presuntos expertos de esta materia en los últimos tiempos. Sin embargo, había un premio que año tras año destacaba por encima de todos. El Nobel de la Paz aglutinaba elogios porque coincidía en señalar a personas u organizaciones básicamente buenas. Quién puede dudar de la labor de la Cruz Roja, Unicef, Amnistía Internacional y Médicos Sin Fronteras o de los méritos contraídos por Teresa de Calcuta, Desmond Tutu, la birmana Aung San Suu Kyi y Rigoberta Menchú, entre muchísimos otros. Ahora bien, cuando los premios se convierten en galardones políticamente correctos y se tornan más complacientes que merecidos, pierden su prestigio, al menos para mí. No hay más que ver las fotos de vanidosa satisfacción de Barroso, Van Rompuy y Martin Schulz ayer en Oslo para darse cuenta de que el jurado ha vuelto a desbarrar como ya ocurriera con Obama en 2009. ¿La Paz... Europa? No me hagan reír.
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