LA política es caprichosa. Ayer, se sentaba en el escaño que ocupara Jesús Eguiguren durante la última legislatura Laura Mintegi. El aliento de la coalición soberanista en el cogote del aún lehendakari en funciones, Patxi López, sentado todavía en la bancada del gobierno pero con su grupo parlamentario relegado a la zona central del salón de plenos. Una imagen casual, pero quizá metáfora del devenir político de aquel proceso que comenzó a fraguarse en Txillarre. Eguiguren dejó la política en estas últimas elecciones; su partenaire en aquellas reuniones, Arnaldo Otegi, sigue cumpliendo pena en la cárcel. El PSE, que no pudo, no quiso o no supo -quizá varias o todas las opciones sean correctas- gestionar la llegada de la paz desde el Gobierno Vasco, desalojado de los que hasta ahora eran sus escaños por EH Bildu, con una izquierda abertzale que sí ha demostrado capacidad de adaptación y que, como vaticinara amargamente Eguiguren -para disgusto de su partido-, ha sido la que ha capitalizado el silencio de las armas. Todo esto -la política vasca suele ser dada a los simbolismos, incluso sin quererlo- ocurría ayer, en el aniversario de los asesinatos de Santi Brouard y Josu Muguruza y la víspera del de Ernest Lluch, el mismo que pronunció aquel célebre discurso en el corazón de Donostia en junio de 1999: "Qué alegría, llegar a esta plaza y ver que los que ahora gritan antes mataban y ahora no matan". Ayer Pernando Barrena declaraba que aquel crimen "cuanto menos, nunca debió suceder". Han cambiado mucho las cosas en este país. Para bien. Y hay imágenes que valen más que mil palabras.