LA actual crisis económica está mostrando la fisonomía más cruel de capitalismo Y poniendo en evidencia que, salvo las clases más pudientes, el resto de la ciudadanía apenas tiene futuro. Pese a ello, las políticas neoliberales emprendidas para superarla no tienen otro objetivo que afianzar y fortalecer el sistema capitalista. Los padrinos de este monstruo y de sus nefastas consecuencias son el poder financiero, las multinacionales y los políticos corruptos con su cuna y canastilla, en recio dorado ostentoso y regio.

La viabilidad de este proceso se debe a una vil alianza entre la ciencia y la economía, que forja una forma de dominación dogmática y mistificadora de la política contra la que no cabe, aparentemente, alternativa alguna.

Su consecuencia más dramática es que en el mundo occidental se están polarizando drásticamente las rentas de tal manera que los ingresos de los ricos crecen sustancialmente mientras que la mayoría de la población se empobrece de forma progresiva y alarmante.

Sin embargo, la depauperación progresiva de las clases medias, de los trabajadores, de los desempleados O de los pensionistas está sacando de la retorta de la ingenuidad a la población que permanecía durmiente, hasta el punto de que las protestas crecientes y espontáneas de movimientos como el de los indignados o de ciudadanos antisistema son cada vez más numerosas y celebradas. Más aún cuando estas muestran un rostro pacifista, muy diferente al señalado por la derecha, cuyo objetivo no es otro que su descrédito. Si el curso de los acontecimientos no cambia, el siglo XXI va a ser particularmente convulso.

El ser humano del siglo XXI va a tener un perfil menguado y desdibujado. Taciturno y sin esperanza, caminará entumecido, estirando los músculos de su cuerpo sin otro afán que sacudirse el temor que diariamente le ocasionan la penuria económica, el miedo al despido, la amenaza de un desahucio, la congelación de su pensión o el desempleo.

No hará movimientos, pues cualquier originalidad podrá ser considerada un conato de rebeldía en el contexto de una democracia cada vez menos democrática. Sus pasos se repetirán día a día con un acostumbrado ritmo, sin variar un ápice. Será austero hasta en su manera de mirar de reojo los semáforos.

Un día tras otro volverá, si le acompaña la suerte y el empleo, a su piso hipotecado y, tendido sobre el lecho, sus ojos se cerrarán como para ignorar el tiempo que pasa y va consumando la esperanza de una vida mejor. La mañana lo encontrará ahí mismo, tirado sobre su cama medio vivo o medio muerto, pero indiferente y desganado.

Se preparará un café antes de acudir a trabajar y se lo beberá con una mueca de hastío. Se mojará la cara en el lavabo mirándose al espejo sin darle mucha importancia a la imagen ajada que verá reflejada en él, y que ya ni siquiera parece la suya. En el caso de no tener empleo, bajará la quejumbrosa escalera rumbo a ninguna parte en especial. Afuera, el aire frío le trastabillará más de una vez, helándole el residuo de su espíritu prácticamente consumido. Tomará una vereda cualquiera tratando de evitar toparse contra los numerosos transeúntes que, como él, ocupan la calle en busca de empleo. Se erguirá inútilmente en un afán de reencontrar la dignidad que como ser humano le ha arrebatado el entramado financiero con la complicidad de la Iglesia que guarda silencio.

Luego llegará la noche, como un invitado de piedra, y seguirá soportando esa inquieta calma que se entromete entre la víctima y su desesperanza. La ansiedad, la depresión o el insomnio, céleres y hacia atrás, le invadirán inevitablemente y habrá perdido definitivamente la épica de una humanidad sin dioses, como dijo Georg Lukács. Llegados a este extremo, se habrá producido un desguace personal irreparable.