UNO, que no renuncia a la estética penetrante del romanticismo político de otrora -pese a que viene a ser algo así como visitar el Museo del Prado a oscuras-, intenta denodadamente dar a la actual desdicha cotidiana, esto es al desempleo, el interés y el apremio de lo urgente, mezclando la experiencia cruda y fatigada de la calle con la ironía inofensiva y taciturna del escéptico. Y es que, por lo que vamos oyendo, hay cuatro millones y pico de parados. El pico anda a su aire, por ahí, porque el paro calculado está en cuatro millones, y el pico es más intrínseco, más técnico y más difícil de cuantificar. Escribió Borges que “cada amanecer nos promete un nuevo comienzo”, pero la verdad es que para las víctimas del desempleo no comienza nada, sino que persiste el mismo drama con cada alborada.

Los cánones modernos de la estética política son inmisericordes con el uso del adjetivo y de la metáfora, que son, al fin y el cabo, los que sancionan una afirmación, la matizan, la realzan o la arruinan. La retórica da, sin duda, más vigor al sustantivo, facilitando que éste penetre en los intersticios más apremiantes de la sociedad, arrojándolos contra la vulgaridad de la mercadotecnia política, hoy día tan aburrida, propagandística y pret-à-porter. A la postre, la uniformidad va en detrimento de la vitalidad y nos hace rehenes de lo hecho, no de lo venidero, que es lo que falta por hacer. En fin, decía Azorín que “escribir con metáforas es hacer trampas”, por lo que digamos las cosas claras. La economía liberal como ciencia, ciencia seria, práctica e incluso apodícticamente rigurosa, se ha apartado definitivamente de la realidad y ha iniciado una travesía que ha culminado en un catastrófico naufragio. Y ni es el primero ni va a ser el último si el socialismo no lo remedia.

Antaño los progres -apócope de progresista- que venían a ser un cruce entre vientos del pueblo, hedonismo marcusiano y marxismo de oídas, sabían que el desempleo era un mal inherente al capitalismo y se regían por el paradigma de la lucha de clases. Una dosis de náusea sartriana, unas cuantas asignaturas aprobadas de Filosofía, un póster del Ché, unos poemas de Valéry y los discos de Víctor Jara, mayormente Te recuerdo Amanda. Y abracadabra, ya teníamos un progre dispuesto para la rebelión social.

Los progres, marxistas de última generación, puño blandamente levantado, casi sin cerrarlo, fueron nuestros jesuitas de izquierdas. Practicaban sexo con facilidad, pero sin habilidad. Un sexo casto porque la izquierda ha sido siempre mucho más casta que la derecha. La cosa era conculcar a fondo algún que otro sacramento social y religioso, sobre todo los relacionados con el sexo, aunque solo fuese para fastidiar. El tiempo ha pasado y las ideas que se defendían entonces hoy en día han quedado aparentemente desfasadas. Por ejemplo, los progres españoles de la época defendieron la igualdad de género, impulsaron el divorcio, el aborto o la salida masiva de los homosexuales del armario. Por lo que se refiere a ese aspecto, su lucha ha terminado. Ahora la mayoría de la sociedad tiene asumidos estos valores como normales. Ya no es necesario predicar un cambio de modelo social porque gran parte de este cambio ya se ha producido. Sin embargo, el desempleo y sus nefastas consecuencias siguen ahí, a la vista de todos. Es tal la desazón que incluso se ha llegado a acuñar en Europa el término de hastío o desilusión de la política, sobre todo de la izquierda, porque no ha sabido resolver las calamitosas desigualdades existentes.

Es en el fondo el drama eterno de los desengaños sufridos por causa de las promesas tantas veces incumplidas de una izquierda que no ha sido capaz de llevar a cabo el cambio social que los desfavorecidos necesitan. Este fracaso, además de dar ínfulas a la derecha, ha confinado a las clases medias y al proletariado en una insumisión silenciosa y estéril, en un centrismo radical, como dice Giddens, que no soluciona nada. Ahora bien, el sufrimiento social se globalizará y se rearmará al margen de los políticos y heredará el vacío de la lucha de clases, reconvirtiéndolo sin remisión en una fractura social inminente que va a enfrentar al renacido y fortalecido neoliberalismo, que sigue aferrado a la anquilosada e injusta distribución de empleo y rentas que a nadie satisface, con la imparable rebelión social de todos los que no participan del festín consumista de los acomodados.

Baltasar Gracián, definió la envidia como tristeza del bien ajeno. Y claro, los parados están tristes por el bien ajeno, que antes obviamente fue suyo. Pero ahora que saben que viene el liberalismo a lo bestia, parecen dedididos a socializar lo suyo, que es muy poco, y lo ajeno, que es casi todo. Y en eso estamos.