DE ser cierto lo que vaticina la ciencia, una de las pocas cosas de las que podemos estar más o menos seguros en este mundo tambaleante es la de hallarnos por encima de los simios y por debajo de los ángeles (aunque quizá nos falte verificar este extremo en profundidad). Al hilo de certidumbres de semejante guisa, debemos afirmar que aún hay hechos que tienen la habilidad de sorprendernos, incluso de empequeñecernos, como la tormenta perfecta que días atrás se abatía sobre Japón. Ni siquiera Hollywood, con sus excesos y derroches tecnológicos, ha sido capaz de imaginar semejante cúmulo de mal fario (que seguramente el potente lobby pronuclear no habría dudado en tachar de exagerado y tendencioso): un maremoto de nivel 9, al que le sigue un devastador tsunami, para lanzarse de seguido sobre la costa nipona y arruinar, entre bienes humanos y materiales, la central de Fukushima, que -quién lo diría- parecía haberse tenido que construir justo allí, al objeto de poder cuantificar cuánto aguante y destino trágico es capaz el pueblo japonés de albergar y, de paso, comprobar si eso de la espiritualidad zen sirve ciertamente para algo.

Más allá de lo meteorológico y lo medioambiental, las catastróficas consecuencias de Godzilla entrando a saco por el litoral nipón han rebasado la ya la maltrecha salud de la política global (pese a las distancias, el desastre de Fukushima le ha costado a frau Merkel la pérdida de uno de los länder más prósperos de Alemania), pero también la sociológica, incluso la ética. De un tiempo a esta parte, al igual que los deportes o el horóscopo, las noticias sobre seísmos, terremotos, tsunamis y toda suerte de catástrofes naturales, así como las debacles energéticas o los conflictos bélicos, han logrado hacerse de un espacio fijo en las noticias.

Friedrich Hölderlin señalaba que allí donde crece el peligro, crece también lo que nos salva. Puede que al poeta no le faltara razón, pero no deja de ser curioso que lo tuviera que decir un alemán, pueblo obsesionado por domesticar la existencia por medio del método. Con todo, esta lírica sentencia tampoco nos tranquiliza mucho.

Las técnicas de medición y pronóstico de catástrofes ecológicas, tanto como las medidas de prevención nucleares y los buenos propósitos sobre la paz mundial, así como la erradicación del hambre o las pandemias, no cejan en su empeño. Pero lo cierto es que por cada tsunami, por cada error técnico que se logra prever y cada conflicto que se logra subsanar, hay otros tantos capaces de arruinar la tendencia más optimista. Así es la cosa, una población es borrada del mapa (no quedan lejos las escalofriantes escenas de Haití, Chile o Indonesia) o un reactor atómico sufre un escape radioactivo… y se cruza en un instante la frontera que separa la vida del cero absoluto.

Cada catástrofe, natural o artificial, no es más que una lección inequívoca de lo imprevisible que nos rodea. Lo desconcertante es que esta vez el mal no procede de una conflagración bélica de notorio fin destructivo ni de un enclave del Tercer Mundo, sino de los medios de producción aparentemente pacíficos y altamente evolucionados de la que acaso sea la tercera economía mundial. Hoy día queremos programarlo todo, pero por algún resquicio siempre irrumpe algo de forma inesperada, un soplo que derrumba ese elaborado castillo de naipes que, una y otra vez, intentamos levantar y que, por definirlo de manera apresurada, podríamos llamar civilización.

Nuestros padres y abuelos estaban más curtidos frente al azar, aprieto que aliviaban con el lenitivo de la resignación. De ese modo, solían minimizar los efectos ante lo desconocido por medio de la devoción piadosa, que basaban en el temor y la sumisión ante una omnipotencia divina (que sea lo que Dios quiera, solían decir). En un mundo globalizado, tecnificado y secularizado, la fragilidad es una carencia que nunca llegamos a asimilar por completo, como cuando nos quedamos sin cobertura en el móvil o nos angustiamos ante la tragedia doméstica de ver cómo cae la línea de internet, y de repente paralizarse todas aquellas operaciones que estábamos realizando. Sin embargo, la fragilidad o la inconsistencia es una condición propia de nuestras vidas.

La última entrega del cataclismo de Fukushima, visualizada en riguroso directo, parece ser la fuga de agua mezclada con plutonio de su segundo reactor. Incluso se especula que el grado de contaminación nuclear pudiera haber superado al de Chernobil (1986). El siguiente capítulo, necrológico como un sudario, será pensar en el diseño del sarcófago de hormigón donde poder confinar estos restos atómicos para toda la eternidad. Sin embargo, resulta sorprendente que la memoria y el recuerdo sean cualidades que solemos dilapidar con tanta indulgencia, aunque luego reconozcamos que llueve sobre mojado. De hecho, no es la primera vez que Japón, pacífica o belicosamente, se enfrenta con un desastre nuclear.

"Eran las 8.15 cuando un fogonazo rasgó el azul del cielo. En el mismo centro de la explosión apareció un globo de cabeza terrorífica. Diez minutos más tarde, una lluvia negra caía sobre la ciudad…". En realidad no se trata de un haiku, sino del desastre ocurrido la mañana del 6 de agosto de 1945, cuando Little Boy se abalanzó en picado sobre Hiroshima. Su testigo, un bilbaíno de excepción, Pedro Arrupe, más tarde general de los Jesuitas, revivía así la visión estremecedora de aquel día, como algo de una turbadora belleza y, al mismo tiempo, de inimaginable potencial destructivo. Con aquel suceso, la historia de la humanidad abría un nuevo capítulo del que todavía estamos pendientes de conocer su desenlace.