hoy se cumplen 31 años del asesinato del arzobispo de El Salvador Óscar Romero mientras oficiaba una misa. En sus homilías, nunca dejó de manifestar su solidaridad hacia las víctimas de la violencia política y denunciar las violaciones de los derechos humanos. Solía decir Ignacio Ellacuría: "Difícil hablar de Monseñor Romero sin mencionar al pueblo". Su opción por los pobres fue total. A los pobres anunció la buena noticia de la liberación y de un Dios liberador. En los pobres vio a Cristo crucificado y entre ellos se encarnó. En ese pueblo encontró la gracia de Dios. Y sin jactancia, sino con gran humildad, dijo al final de su vida: "Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño".

Monseñor Romero denunció de forma inigualable el pecado de esa realidad: "Éste es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada, como un absoluto intocable y ¡ay del que toque ese alambre de alta tensión! Se quema". Su denuncia no fue sólo exabrupto contra los opresores sino defensa de los oprimidos. Y siempre fue un intento de humanizar también a los opresores. Junto a la denuncia, Monseñor exigió la conversión y advirtió del castigo que se avecinaba al país de no convertirse. Pero lo más suyo fue ser profeta de consolación. "Sobre estas ruinas brillará la gloria del Señor".

Monseñor Romero no sólo vivió sumergido en la realidad, sino que la asumió. En ella encontró la gloria de ser humano y de ser cristiano. En palabras que nunca he escuchado, le oí decir: "Me alegro, hermanos, de que nuestra Iglesia sea perseguida" porque "sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes, que son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo".

Monseñor no fue loco ni masoquista. Ciertamente estaba dispuesto a pagar altos costos por causas nobles. Formuló lo que para él era lo último con estas palabras: "Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios… ¡quién me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación de hoy, fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y nuestra pequeñez!".

Estas palabras las pronunció seis semanas antes de ser asesinado en una situación de increíble densidad histórica.

Las saco a relucir ahora porque nuestro continente latinoamericano, nuestro mundo y nuestras iglesias tienen gran necesidad de enfrentarse con lo último.

Una semana después de su asesinato me pidieron que dijese unas palabras sobre Monseñor Romero, y lo primero que me salió con total naturalidad fue: "Creyó en Dios". Cada quien puede formular esa ultimidad de la manera que mejor le parezca, pero sería empobrecedor ignorar a Monseñor y lo que para él fue la ultimidad.