es normal que ante la posible legalización de una corriente política que hace ocho años fue despachada de la legalidad se hagan social y políticamente comentarios, críticas de todo orden y cálculos electorales. Es normal que se produzcan las sokatiras dialécticas entre partidarios y detractores acerca de la conveniencia, astucia, convencimiento o estrategia de ese entramado y de las opiniones que se generan sobre su posible vuelta a la legalidad. Pero lo que no se puede admitir es que se introduzca un factor perverso de persuasión al adversario: la legalidad acercará el final de la violencia. O desde otro lado del cuadrilátero: si no desaparece ETA, no podrán ser legales.

Creemos que no se puede jugar con el objetivo de la paz, no se debe utilizarla como inversión ventajista, cual chantaje. Todos deseamos la paz, qué duda puede cabe. Pero no de cualquier forma, no a cualquier precio. No sería paz, sería un cambalache y le llamaríamos paz.

En Gesto por la Paz siempre hemos insistido en separar clara y coherentemente el problema de la violencia del asunto político, llámese éste conflicto, encaje, derechos, autodeterminación o más autonomía. Quienes optaron hace varios decenios por reivindicar la independencia y el socialismo asesinando, lo que hacían era asesinar; su hecho fundamental, y que afectaba a toda la sociedad, era matar o amenazar, imponerse por la violencia de sus hechos, por mucho que trataran de enmascarar tales delitos en semánticas falsarias.

Así pues, poner una bomba frente a un edificio habitado por decenas de familias es querer provocar muertes, dolor, daño y destrucción. No hay ningún motivo, nada que pueda justificar un acto violento de esa naturaleza por la consecución de un fin político aquí y ahora. Es decir, quien utiliza la violencia, simple y llanamente delinque.

Siempre hemos entendido que no existe una ineludible relación entre la violencia de ETA y problema político alguno. La violencia de ETA nace y perdura no por la existencia de problemas políticos sino por la determinada visión que sobre esos problemas políticos y sobre la forma de resolverlos tiene una organización totalitaria. De hecho, antes y después de la banda terrorista, el problema político permanecerá, ahí, inherente a nuestra convivencia, como una característica más de la singular pluralidad de Euskal Herria.

Es por ello que debemos saber distinguir la cuestión política de los medios para abordarla. Tendremos conflictos, identitarios, lingüísticos, culturales, religiosos... pero jamás podremos argumentar que sea necesario usar la violencia para solucionarlos. Así pues, no podemos darle ningún protagonismo a la banda terrorista, ni para acelerar cualquier propuesta ni para encallarla. Ha de estar al margen, sintiendo tan sólo que está decididamente perseguida por dos estados y deslegitimada y vilipendiada por la sociedad por la que supuestamente dice luchar. Y punto, no hay más papel para ETA.

Volviendo al punto de partida, lo más destacable ante el cambio perpetrado por la antigua Batasuna no es tanto que se les dé el espaldarazo de la legalización como que sea la propia sociedad la que perciba que ese conjunto de personas está realmente cruzando el puente hacia la democracia, que está apostando por los modos pacíficos y legales, aun cuando pretenda cambiarla de raíz, pero siempre con la palabra y no la violencia.

Es innegable que han avanzado en la dirección que la mayoría de la sociedad les había exigido durante años. Ellos tienen que convencernos con palabras, hechos, carteles, actos, programas de fiestas, conciertos, declaraciones... que ya están aquí, que incluso aun no siendo legalizados, van a perseverar en su apuesta y van a decir a su gente que la violencia nunca más formará parte de su acervo político. Ellos mismos se tienen que convencer profundamente, en teoría y praxis, de ese paso transcendental y luego dar muestras de ello. La sociedad desconfía, y con razón, por lo ocurrido en ocasiones anteriores.

Es verdad que podría ser un nuevo engaño para poder estar en las elecciones próximas, bien, pero también es posible que estén convencidos plenamente del desplante y abandono que han hecho a la violencia, es decir, a ETA y esto es lo realmente importante. En sus manos está.

Por otra parte, creemos que debemos pedir a las autoridades judiciales encargadas del caso, que las decisiones que se tomen, se expliquen y razonen convenientemente. Que la razón jurídica prevalezca ante la percepción subjetiva, los deseos o las fobias. Sabemos que no es fácil administrar justicia. Hace apenas dos años, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo ratificó las diferentes sentencias de ilegalización de Batasuna y varias marcas más, sin embargo, acabamos de conocer varias sentencias de tribunales internacionales que anulan otras de nuestros jueces en este campo y el Tribunal Supremo acaba de ordenar la repetición de un juicio un tanto irregular. Sabemos, igualmente, que ese mundo de la izquierda abertzale ilegalizada siempre ha caminado en increíble funambulismo jurídico, a este y al otro lado de la ley. Sabemos que resulta harto difícil discernir lo real de lo ficticio. Pero confiamos en que el poder judicial continúe siendo un valedor de la democracia, un intérprete objetivo de lo que cabe y de lo que no en el ámbito de la ley.