EN los años sesenta, siendo niños, nos visitó por primera vez una tía monja acompañada por otra amiga de su congregación. Venía de muy lejos. De Japón. Había hecho un largo viaje expresamente para conocernos a sus tres sobrinos, hijos de su hermana predilecta. Nuestros padres las recibieron con mucho cariño. Vestidas con largos hábitos blancos y con la cabeza cubierta con una caperuza negra, aquellas mujeres que rondarían los 40 años irradiaban dulzura y felicidad. Y mucha alegría, que rápidamente nos contagió a todos.
Nuestra tía, sin perder la sonrisa, puso una maleta sobre la mesa de la cocina, comenzó a soltar con parsimonia los candados que la aseguraban y la abrió. Nuestros ojos infantiles se agrandaron al observar aquel batiburrillo de objetos y telas de mil colores. Comenzó a sacar paños, kimonos, tapices, pequeños paquetes envueltos en papeles de colores chillones. Y a cada cosa que sacaba de la maleta le fue asociando el nombre de su destinatario. En el fondo de aquella inmensa maleta estaba aquel diminuto coche eléctrico que había surcado mares y recorrido miles de kilómetros para que yo, un niño de 6 años, pudiera jugar con él. Era supermoderno.
Mi tía amaba Japón. Vivió varias décadas allí, rodeada de japoneses. Compartió con ellos la alegría y la desgracia, los horrores de la guerra. Estuvo con ellos en agosto de 1945, cuando los americanos lanzaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. También vivió el milagro de la recuperación japonesa y aprendió su lengua. El pueblo japonés era admirable a sus ojos. Hoy, en pleno siglo XXI y tras el devastador tsunami, el mundo entero ha podido constatarlo. Japón nos ha dado un ejemplo de comportamiento frente a la tragedia.
Hemos visto a un pueblo que actúa con previsión, serenidad orden y civismo ante la catástrofe que le golpea una y otra vez. Es algo para lo que les prepara su religión y su cultura, una especie de desapego frente a las vicisitudes de la vida, común entre los orientales. Conceptos como la previsión y la resignación, que nos parecen contradictorios, son en realidad complementarios. Porque hay que hacer todo lo necesario para enfrentar la furia de la naturaleza y saber aceptar las cosas que no podemos impedir que sucedan. Los occidentales, estamos demasiado convencidos de que podemos controlarlo todo con la ciencia y la tecnología.
Los japoneses son educados, respetuosos, trabajadores y responsables. Tienen unas reglas de respeto muy claras y dan continuamente las gracias. Llama la atención el silencio que mantienen en el metro y en los trenes y, aunque vayan como sardina en lata, la gente siempre es muy respetuosa con el espacio del vecino. Los japoneses no lloran para no cargar de energía negativa a las personas que les rodean, pero lloran en su intimidad.
Aquí hemos mirado siempre a esos orientales de ojos rasgados con cierto complejo de superioridad, pero nuestra tía nos transmitió su profunda admiración por el pueblo japonés, una admiración que todavía mantenemos y que voy a transmitir a mis dos hijos de ojos rasgados, a los que amo con locura.
Patxi Aranguren