los datos del último barómetro que el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) difundió ayer no dejan lugar a dudas sobre la sensación de inseguridad económica que envuelve a la sociedad, especialmente azuzada por la percepción de precariedad en el empleo. De hecho, más de ocho de cada diez ciudadanos consideran que el paro es el primer problema, el índice más alto en la última década y muy cerca del clima social a principios de los años 80. Es una apreciación lógica en una sociedad que padece una tasa de desempleo superior al 20% -Grecia, por ejemplo, pese a estar al borde del colapso económico no llega al 15%- y ante la que Zapatero no puede limitarse a fiar su suerte a una eventual recuperación económica en las próximas semanas, una previsión que se basa en la virtualidad de los deseos y está muy alejada de la realidad de los datos. La propia sociedad expresa su escepticismo al estimar que la situación económica -considerada mala o muy mala en general y en lo personal- será la misma o peor dentro de un año, convencimiento que manifiesta un 73% de los encuestados por el CIS. Con independencia de lo apuntado por los indicadores objetivos, lo cierto es que esta percepción social dibuja el horizonte más preocupante que se puede ofrecer en tiempos de crisis económica, el de la desconfianza. Paralelamente, la clase política, los partidos y el Gobierno se han convertido en el tercer problema para la ciudadanía por detrás del paro y la economía, lo que comienza a configurar un panorama de descontento y agravio social de efectos impredecibles, aderezado además por otros datos inquietantes como que el 12% de la población sitúa a los inmigrantes como el primer problema. Todo ello apunta un peligroso cóctel que, sumado al descrédito de las instituciones, partidos o sindicatos, puede ser caldo de cultivo para la desafección social o, incluso, para la aparición de corrientes populistas que, como en el caso de Francia, ya empiezan a tener reflejo en las preferencias de los votantes, además de los últimos rebrotes de la ultraderecha en varios países de la Europa más desarrollada. Llegados a este punto, las políticas destinadas al fomento del empleo y a su estabilidad no son sólo una necesidad económica, sino también una urgencia política y social.