EL uso durante décadas de la violencia política en el País Vasco y en el Estado español ha tenido gran influencia sobre la cultura política de la micro-sociedad que ha legitimado la violencia política de ETA (su "comunidad de legitimación"), pero también de la macro-sociedad del Estado que la ha combatido; como la ha tenido en todos los procesos similares que se han dado en otras partes del mundo. Ello permite describir esta influencia en términos abstractos, utilizando las construcciones teóricas de los autores que han analizado estos procesos.

Cuando el grupo violento se estabiliza, se convierte en un grupo en guerra y su percepción de la realidad queda filtrada por la polaridad amigo-enemigo. En la medida en que se prolonga su actividad en el tiempo, la figura del enemigo acaba llenando todo el espacio exterior al grupo, englobando a los sectores del colectivo nacional (en este caso el vasco) que reprueban el uso de la violencia. La polarización hostil acaba cubriendo por tanto en el largo plazo todo el campo identitario y bloquea la dimensión instrumental de estos nacionalismos.

En el grupo armado, pero también en su comunidad de legitimación, la violencia se convierte en el cemento de una intensa solidaridad de grupo. Cataliza fuertes solidaridades e intensifica el sentimiento de pertenencia grupal; su emergencia exacerba la línea divisoria entre amigos y enemigos y simplifica una situación dual en la que todos deben elegir su campo.

La comunidad de legitimación se estructura por su parte como una "subcultura de la violencia", caracterizada por una percepción intensa de la agresividad, una sensación de peligro real personal o colectivo, una equiparación entre el recurso a la violencia y la legítima defensa, una concepción de la sociedad como victimada y un sentimiento de amedrentamiento.

En lo que respecta a la cultura política de la macro-sociedad, los conflictos nacionalistas violentos de larga duración provocan dos tipos de respuestas en la sociedad del Estado-nación: acciones represivas del Gobierno de carácter instrumental y reacciones identitarias susceptibles en algunos casos de generar un nuevo nacionalismo antiterrorista de Estado.

En efecto, la formación proyectiva de la figura del enemigo interior facilita la incorporación de las masas a la guerra sicológica. La sicosis antiterrorista es, en parte, una reacción espontánea de las masas ante la brutalidad e inhumanidad de los atentados del grupo armado; pero también un efecto buscado por los responsables del Gobierno, que buscan resolver de ese modo crisis de integración política causadas por su ausencia de éxitos en los campos económico, social, internacional.

Respecto a la aparición de la tortura, así como a la de la guerra sucia, la polarización hostil de la sociedad del Estado-Nación, hostigada ella misma por el terrorismo, las cubre con una legitimación de segundo grado, que se manifiesta, más que en su defensa explícita, en la negación de la evidencia y en un silencio bañado de aprobación tácita. Esta doble consecuencia del uso de la violencia es perfectamente detectable en la vida social y política viciada y hostilmente tribalizada del País Vasco y en los clamorosos déficits de democracia en el Estado español.

La presentación del nuevo partido de la izquierda abertzale el 7 de febrero de 2011 marca un antes y un después. La decisión expresada por sus portavoces puede verse desde tres perspectivas. Tiene un indudable aspecto instrumental, el del cumplimiento de los requisitos que harán posible la relegalización y con ella la presencia en los órganos reglados representativos. Presenta un aspecto radical de ruptura y desaparición de su carácter de comunidad de legitimación de ETA, interiorizada por el grupo a través de una serie de decisiones democráticas prolongadas en el tiempo y expresada con una rotundidad que sorprendió a todos. Desde el punto de vista de la cultura política, marca -no puede ser de otro modo- el inicio de un complejo proceso por el que la figura del enemigo va a dejar de formar parte de las actitudes e identidades de sus miembros.

Proceso complejo y largo, porque requiere simétricamente que el grupo deje de ser visto por la opinión pública y los decisores políticos del Estado a través de la figura, proyectiva y también funcional, del enemigo interior. Siempre podrá rechazarse a nivel estrictamente político el argumento de la simetría (por ejemplo, en una hipotética negociación ETA-Gobierno) alegando la imposible ecuación de igualdad entre un grupo violento y el Estado; pero hay que añadir que tal ecuación ha sido desechada por la izquierda abertzale.

Por el contrario, y en lo que respecta a las transformaciones de las culturas políticas, procesos sico-sociales de amplio radio no dependientes de declaración voluntarista alguna, las culturas políticas que han vivido en mutua relación de hostilidad y que se han alimentado la una de la otra no pueden cambiar en profundidad si no es inter-transformándose recíprocamente. Lo que no impide que decisiones conscientes puedan tener un efecto performativo en tal transformación.

Hay que decir que a ese nivel se está produciendo un gran desequilibrio entre la micro-sociedad abertzale, que está dando todos los pasos unilateralmente, y la macro-sociedad del Estado, que apenas ha dado paso alguno (a nivel de decisores políticos, ninguno). De cara a la legalización, el argumento de la credibilidad, que se superpone al de la legalidad, sólo refleja la pregnancia de la figura del enemigo interior en una opinión pública estatal que está atando de pies y manos a unos gobernantes que sin el acoso de este fantasma y con la información que manejan habrían legalizado ya al nuevo grupo. La credibilidad del argumento de la credibilidad está pues bajo mínimos.

La presentación de los Estatutos del nuevo partido el 7 de febrero va a tener sin duda un valor performativo en el cambio de la cultura política de las bases de la izquierda abertzale. Dada la cobardía de los dirigentes políticos del sistema, sólo cabe esperar que ese mismo papel lo cumplan los jueces legalizando a Sortu. Cualquier otro escenario asestaría un serio revés a la evolución de ambas culturas políticas en una perspectiva de normalización y democracia y obstaculizaría gravemente la desaparición de la dinámica del enemigo interior en ambas sociedades.

Afortunadamente, cualquier escenario que se cree no va a modificar las decisiones organizativas adoptadas por los responsables abertzales; tal como lo han confirmado ellos, dando prueba de una madurez de la que hasta el momento carecen sus interlocutores.