se quedó helada cuando se cercioró de que Tom Baxter, el personaje de la peli que volvía a ver, se estaba dirigiendo a ella en mitad de la escena. "Señorita, es usted la cuarta vez que viene a ver esta película", le espetó el actor a Mia Farrow desde el otro lado de la pantalla, rompiendo las leyes físicas y poco antes de salirse de la película e irrumpir en mitad del patio de butacas. Me ha ocurrido esta semana que un día me quedé momentáneamente sin conexión de Internet mientras escribía en casa y tuve que ir a la estantería en busca de un diccionario normal. Habituado ya -como casi todos los escribanos- a consultar todo en la Red, tuve que desempolvar el Diccionario de dudas de la RAE antes de abrirlo. Pero, una vez traspasada aquella barrera, no me quedé en esa consulta puntual. El inesperado viaje a la magia de la estantería me trasladó a la relectura de varios párrafos sueltos entre una infinidad de libros apilados en las baldas superiores. Me llevó a redescubrir entrañables fotografías impresas en papel satinado de distintos formatos y condenadas al exilio por la dictadura digital. Y me invitó a evocar grandes películas que llevaban años invernando en viejos estuches de VHS. Entre ellas, La rosa púrpura de El Cairo. "Los seres de ficción quieren tener una vida real y los seres reales una vida de ficción", reza una frase del guión de esta peli de Woody Allen. Y, después de aquel paréntesis en la estantería, uno ya duda de a qué lado de la barrera estaremos en esta sociedad de la información.
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