hace ya varias semanas que las protestas y manifestaciones que en Túnez desembocaron en la salida del país del dictador Ben Alí fueron extendiéndose a los países vecinos. Egipto no tardó en seguir los pasos tunecinos, y la situación egipcia fue el toque de atención clave para entender el nerviosismo de los líderes de la región, así como los de dirigentes y Estados occidentales, con Estados Unidos a la cabeza.
Más allá de las diferencias entre los diferentes Estados de la zona, todos ellos presentaban hasta hace bien poco varias similitudes evidentes. Buena parte de estos países llevan tiempo gobernados por los mismos dirigentes que con mano de hierro abortan cualquier intento democratizador o aperturista.
La corrupción casi endémica, unas poblaciones muy jóvenes y con pocas expectativas de futuro, la riqueza acumulada en manos de unos pocos, por lo general además relacionados directamente con la clase dirigente, una elevada tasa de paro, un alza de los precios de los productos básicos, una represión política (sustentada en las fuerzas policiales y militares)… son algunas de las características comunes en esos escenarios.
La atención mediática sobre Túnez y Egipto ha comenzado a remitir. La salida de esos países de Ben Alí y Mubarak respectivamente ha contribuido a ello. Por eso, y por otras motivaciones políticas interesadas, la centralidad está recayendo ahora en otros lugares. Por un lado nos encontramos con la situación real o ficticia que se ha creado en torno a Libia e Irán, dos de los estados habituales en las listas negras que se publican en las diferentes administraciones norteamericanas.
En este caso destaca el doble rasero que mueve a los dirigentes de EEUU, pues mientras llevan años apoyando y sosteniendo económica y militarmente a los dirigentes de Egipto, Argelia, Marruecos, Yemen o Túnez, entre otros, al mismo tiempo desarrollan una intensa campaña para lograr el cambio de régimen en otras latitudes (Irán o Libia son dos ejemplos). Por todo ello llama la atención los llamamientos, o incluso el silencio, ante los que ha ocurrido estas semanas en Egipto o Túnez, donde Obama y otros líderes occidentales han repetido la necesidad de "una transición ordenada", de "estabilidad" y haciendo un llamamiento para que los manifestantes retornasen a sus casas.
Esa es una postura que no tiene nada que ver con su posicionamiento ante las protestas de Libia o Irán, En estos casos, las declaraciones han sido más beligerantes, animando a las poblaciones locales de esos países a que intenten derrocar a sus respectivos gobiernos. En definitiva, queda bastante claro que la mayoría de movimientos en la arena internacional se mueven por intereses geoestratégicos, que no tienen nada o casi nada que ver con las demandas de las poblaciones afectadas.
Otro de los puntos informativos de estos días se centra en las protestas de Bahréin, un pequeño Estado del Golfo Pérsico, donde la mayoría de la población, chiíta, está marginada de todos los centros de poder político y económico, y sometida a un férreo sistema dominado por la casa real en torno a la familia al-Khalifa, que además son sunitas. Ello da pie también a trasladar a este pequeño estado el pulso que mantiene Irán y Arabia Saudita por lograr el mayor peso e influencia regional. Pero evidentemente, no es esa la preocupación mediática que experimentan las noticias que se vierten sobre los incidentes de Bahréin, la inquietud sobre la posibilidad de que el circo que se monta en torno al campeonato de Fórmula Uno, que debía inaugurar su temporada en Bahréin, se fuera a ver afectado era lo que dotaba de relevancia a la explosiva situación.
Los intereses de EEUU (y de importantes estados de la Unión Europea) en el conjunto de la región, el conflicto entre Israel y Palestina, el difícil equilibrio que a día de hoy mantiene Arabia Saudita, las tensiones de Yemen, al Qaeda y la búsqueda de un caos que favorezca sus propios intereses (como ya ha ocurrido en el pasado en Irak, Afganistán o Somalia) son algunos aspectos clave para entender las influencias que esos vientos de cambio pueden tener en ese abanico de realidades.
El miedo a un hipotético auge del islamismo (utilizado como bandera para frenar los cambios o para contrarrestar las demandas de un cambio profundo), la apuesta por un modelo de transición controlado y dirigido por los sucesores del viejo régimen, el papel predominante de los militares o algunas leves reformas para maquillar la nueva situación (cambiar algo para que nada cambie) serán probablemente algunos de los ejes que condicionen el devenir de todos esos Estados.
No obstante, y como señalaba recientemente un análisis sobre esta situación, "las ramas secas han ardido, pero hay que quemar la raíz". Los parches que se intentan anteponer a las demandas de la mayoría de la población local pueden tener sus efectos a corto plazo, más aún si se combina con la decidida intervención de los militares, tal y como estamos viendo en Túnez, Egipto o Marruecos. Pero una lectura a medio o largo plazo nos indica que si no se resuelven los problemas económicos y políticos que han motivado la actual ola de protestas, la gente volverá a salir a las calles.
Lo que ya nadie puede dudar es que las cosas ya no volverán a ser lo mismo en buena parte del mundo árabe, y que esa brisa transformadora puede volverse en una huracán, que con mayor fuerza tenga un radio de alcance superior al actual, y algunas fuentes alertan de que en otros lugares podemos encontrar situaciones que presentan el mismo guión, Irak, Afganistán, Pakistán o algunas de las nuevas repúblicas de Asia Central son buenos ejemplos de todo ello.