Me rebelo ante el debate de la reforma de las pensiones y ante las propuestas de alargar la vida laboral o los años de cotización. No estoy de acuerdo, y mucho menos con que de estos ajustes salgan librados quienes se dedican a la profesión de la política (digo conscientemente profesión, ya que quedan muy pocos que estén por ideales o convencimiento).

Pero además, si analizo lo que se ha propuesto desde una mirada de género, todavía tengo muchas más razones para decir no. El aumento de la edad legal de jubilación de 65 a 67 años y del número de años de cotización para tener derecho a una pensión contributiva en la práctica supone dejar a muchas mujeres sin derecho a pensión, en la medida en que se nos ha adjudicado el cuidado y la crianza y, por tanto, con vidas laborales discontinuas entre contratos a tiempo parcial o periodos de excedencia para cuidados, y para colmo se elimina la obligación de que las pensiones mantengan el poder adquisitivo. Si ya de por sí la gran parte de las mujeres pensionistas tienen mermada su capacidad adquisitiva, con estas medidas se les condenará a unas condiciones de vida más precarias e indignas.

La desigualdad salarial entre mujeres y varones no es un hecho aislado, sino que forma parte de toda una estructura patriarcal que organiza no sólo los salarios sino también la orientación profesional, la categorización del empleo, la relevancia de unas ocupaciones sobre otras, además de los tiempos que se deben emplear al trabajo remunerado, el ocio, la familia, la amistad o el descanso. El sistema patriarcal se ha sostenido en la división sexual del trabajo. La crisis implica un riesgo de intensificar la división sexual del trabajo y las desigualdades que genera. Pero también representa una oportunidad y un desafío para establecer nuevas formas de producción y consumo, estableciendo un reparto equitativo entre mujeres y hombres del trabajo remunerado y no remunerado. Pero para ello hay que querer hacerlo y no parece que sea la apuesta del Gobierno ni del Pacto de Toledo.