SIEMPRE he creído que la educación era eso que decía William Butler Yeats: "La educación no consiste en llenar un cántaro, sino en encender un fuego". Tristemente, en demasiadas ocasiones hemos pasado nuestra vida creyendo que la calidad de una buena educación se conseguía con un buen caudal de conocimientos. Llenar la cabeza en lugar de formar la cabeza. Trabajar la memoria en vez del corazón y el espíritu. Grave error.
Cuántas vidas hemos truncado como educadores haciendo eso y sólo eso. Cuántas veces nos hemos tenido que aprender los mismos contenidos un año tras otro, con distintos matices pero con el mismo engrudo. Cuántas veces hemos llegado a odiar asignaturas hermosas porque no hemos aprendido que lo importante, lo verdaderamente importante en esas edades menudas no era el contenido en sí, sino las posibilidades que nos daba la materia de formar nuestro pensamiento.
Siempre me han importado un pepino la lista de los Reyes Godos, la escala de dureza de los minerales, de Mohs, las preposiciones de la lengua castellana o los afluentes del río Tajo por su derecha y por su izquierda. El conocimiento no sirve de nada si no puedo dar razón de él, si no trabajo la opinión crítica, si no desarrollo estrategias para relacionarlo con otros conocimientos, si no tengo competencias en mi desarrollo educativo para hacerlo mío, de manera que se convierta en un aprendizaje vital. Llenar cántaros nos lleva a veces a derramar el agua. Y cuando el agua se sobra del caldero, apaga el fuego que llevamos dentro?
Tenemos que preparar a nuestros hijos e hijas para la vida, no para que aprueben una asignatura. Tenemos que formar espíritus libres, no mentes agarrotadas que repitan los conceptos como loritos. Por supuesto que tenemos que aprovechar los contenidos como caudal, pero el río que los lleve ha de tener riberas anchas y hermosos puentes desde donde podamos verlo pasar y crecer. Nada hay más hermoso e impresionante que un río crecido, pero nada más peligroso y descontrolado?
El fuego, sin embargo, nace con nosotros, nos alienta desde nuestro primer hálito y ha de cuidarse y alimentarse rama a rama sabiendo en qué lugar de la hoguera debemos colocar el siguiente tronco para que las llamas suban hacia arriba y no se nos vengan las chispas hacia la cara, o hacia las ropas? El fuego es eso que nos reúne como especie, la humanidad nació en torno a una hoguera. La educación de nuestros hijos e hijas se confió siempre a personas que tenían el criterio necesario como para aprender de la experiencia, de los errores pasados. Gentes que tenían la lucidez necesaria de transmitir a los más jóvenes aquello que era imprescindible para su supervivencia.
A veces hace falta arrojo en nuestro mundo para saber poner los diques necesarios a un río que se desborda. Los sistemas educativos han sido muchas veces ese río. Y, sin embargo, el río de la vida lleva sus aguas siempre de un modo más sereno y por cauces menos intempestuosos. Como maestros y maestras, como educadores que somos, tenemos la responsabilidad de formar los fuegos presentes para poder contemplar algún día la hoguera del mañana. Brizna a brizna, rama a rama. Removiendo las brasas cada madrugada, atizando el fuego para que prenda con todos sus colores.
Para eso necesitamos la confianza de mucha gente. Los propios educandos, los padres, los otros maestros que se resisten a cambiar de criterios, los inspectores y la sociedad misma, tan llena de trampas y zancadillas para con nuestros pequeños y pequeñas. La educación será un alumbramiento, o no será. La educación será un nacimiento día a día, o no será. Somos parteras del alma, comadronas de los sueños de nuestros hijos e hijas. Si no sabemos prender el fuego de sus espíritus, el río que los lleva nos arrollará y les arrollará.
todo cambio de paradigma civilizatorio está precedido de una revolución en la cosmología, una visión del universo y de la vida. El mundo actual surgió con la extraordinaria revolución que introdujeron Copérnico y Galileo al comprobar que la Tierra no era un centro estable sino que giraba alrededor del sol. Esto generó una enorme crisis en las mentes y en la Iglesia, pues parecía que todo perdía centralidad y valor. Pero lentamente se fue imponiendo la nueva cosmología que fundamentalmente perdura hasta hoy en las escuelas, en los negocios y en la lectura del curso general de las cosas. Sin embargo, el antropocentrismo, la idea de que el ser humano continúa siendo el centro de todo y que las cosas están destinadas a su disfrute, se ha mantenido.
Si la Tierra no es estable, por lo menos el universo -se pensaba- es estable. Sería como una inconmensurable burbuja dentro de la cual se moverían los astros celestes y todas las demás cosas. Y he aquí que esta cosmología comenzó a ser superada cuando en 1924 un astrónomo amateur, Edwin Hubble, comprobó que el universo no es estable. Constató que todas las galaxias, así como todos los cuerpos celestes, están alejándose unos de otros. El universo, por lo tanto, no es estacionario como creía todavía Einstein. Está expandiéndose en todas las direcciones. Su estado natural es la evolución y no la estabilidad.
Esta constatación sugiere que todo comenzó a partir de un punto extremadamente denso de materia y energía que, de repente, explotó (big bang) dando origen al actual universo en expansión. Esta idea, propuesta en 1927 por el astrónomo y sacerdote belga George Lemaître, fue considerada esclarecedora por Einstein y asumida como teoría común. En 1965 Arno Penzias y Robert Wilson demostraron que de todas las partes del universo nos llega una radiación mínima, tres grados Kelvin, que sería el último eco de la explosión inicial. Analizando el espectro de la luz de las estrellas más distantes, la comunidad científica concluyó que esta explosión habría ocurrido hace 13,7 mil millones de años. Esta es pues la edad del universo y la nuestra, pues un día estábamos, virtualmente, todos juntos allí, en aquel ínfimo punto llameante.
Al expandirse, el universo se auto-organiza, se autocrea y genera complejidades cada vez mayores y órdenes cada vez más altos. Es convicción de los más notables científicos que, al alcanzar cierto grado de complejidad, en cualquier parte, la vida emerge como imperativo cósmico. Así también la conciencia y la inteligencia. Todos nosotros, nuestra capacidad de amar y de inventar, no estamos fuera de la dinámica general del universo en cosmogénesis. Somos partes de este inmenso todo. Una energía de fondo insondable y sin márgenes sustenta y pasa a través de todas las cosas activando las energías fundamentales sin las cuales no existiría nada de lo que existe.
A partir de esta nueva cosmología, nuestra vida, la Tierra y todos los seres, nuestras instituciones, la ciencia, la técnica, la educación, las artes, las filosofías y las religiones deben ser dotadas de nuevos significados. Todas las cosas son emergencias de este universo en evolución, dependen de sus condiciones iniciales y deben ser comprendidas dentro del interior de este universo vivo, inteligente, auto-organizativo y ascendente rumbo a órdenes aun más altos.
Esta revolución todavía no ha provocado una crisis semejante a la del siglo XVI, pues no ha penetrado suficientemente en las mentes de la mayor parte de la humanidad, ni de los intelectuales, mucho menos en las de los empresarios y los gobernantes. Pero está presente en el pensamiento ecológico, sistémico, holístico y en muchos educadores, fundando el paradigma de la nueva era, el ecozoico.
Es urgente que se incorpore esta revolución paradigmática porque nos proporcionará la base teórica necesaria para resolver los actuales problemas del sistema-Tierra en proceso acelerado de degradación. Nos permite ver nuestra interdependencia y mutualidad con todos los seres. Formamos junto con la Tierra viva la gran comunidad cósmica y vital. Somos la expresión consciente del proceso cósmico y responsables de esta porción del mismo, la Tierra. Porque no nos sentimos parte de la Tierra, la estamos destruyendo y el futuro del siglo XXI dependerá de que asumamos o no esta nueva cosmología. Verdaderamente solo ella nos podrá salvar.