He comenzado este año con un regusto amargo, con una resaca peor que la que deja el alcohol, con la vista nublada, con los sentidos entumecidos por tanta desidia, por tanta pasividad como se está viendo ante el maltrato. Lo tenemos bien visible, convivimos con él a diario, pero lo ignoramos, pasamos junto a él de puntillas, para que no nos salpique, es mejor pensar que no existe, mientras alguien muy cercano a nosotros (no hace falta que seamos íntimos) lo está padeciendo en silencio. A veces, estamos tan inmersos en nuestros problemas que no detectamos esa mirada que nos pide a gritos que la escuchemos, que la empujemos a dar el paso, a salir del abismo.

Somos tan sumamente comedidos, tan educados, que cuando oímos gritos en nuestro vecindario, alguna pareja en plena disputa o alguien con signos de maltrato, volvemos la cabeza en otra dirección e incluso nos atrevemos a comentar allá cada cual con sus problemas, bastante tengo yo, y es más tarde, cuando por desgracia, nos enteramos de que esa persona, a la que ayer oímos gritar, ha perdido la vida a manos de su pareja o ex pareja.

No hace falta que nos identifiquemos, sólo marcar un número, ese gesto que podría haber salvado esa vida. Pero por desgracia esta sociedad está acostumbrada al fingimiento, a la hipocresía, todo está bien. Es mejor esconder la cabeza como los avestruces y salvar las apariencias.