El posible próximo cierre del Museo Chillida Leku, debería llevarnos a la reflexión. Ante esta situación se abren dos posibles vías de debate, por un lado, pensar y discutir sobre el valor y necesidad de los museos, como herramienta para comprender la realidad que nos rodea y como institución que contribuye a edificar culturalmente una sociedad. Este debate siempre es necesario, más aún hoy en día y especialmente en un momento en el que los modelos culturales se aplanan e uniformizan sistemáticamente, a través de medios poderosos de información como la televisión, la cultura del entretenimiento, Internet, etc. Esto nos llevaría a plantear cuestiones como la implicación de las instituciones en esta labor, su apoyo, mantenimiento, puesta al día y cómo canalizar este caudal, que en muchos casos, languidece por puro abandono o plantear una estrategia más cercana al modelo americano, facilitando la implicación de fundaciones, entidades privadas, mecenas, etc, en proyectos museísticos.
Pero el cierre de Chillida Leku me lleva a plantear otro tipo de debate, que aunque menos evidente, a mi entender, es muchísimo más esencial y afecta al conjunto del país y su propia conciencia colectiva. Olvidémonos del Museo de momento y centrémonos en la obra de Eduardo Chillida. Creo que todavía no hemos tomado conciencia del auténtico significado y la trascendencia del legado de Chillida. Es posible que una de las razones para no valorarlo en su justa medida, sea su propia cercanía, su presencia, su cotidianeidad, pero es precisamente esto mismo, lo que convierte su obra en trascendental y necesaria.
Un país se construye a partir de ciertos pilares indiscutibles y que cruzados configuran la realidad diferenciada, compleja y rica de un colectivo. La lengua, el territorio, la economía, la ética, la solidaridad, son bases necesarias en esa construcción, pero de una manera más sutil, existen elementos tan vitales como los primeros, que conforman el imaginario colectivo que aglutina y cataliza un grupo humano, como por ejemplo, su conciencia en relación al entorno, cómo entendemos el paisaje, cómo nos relacionamos con él o, y esto es importante, nuestra capacidad de abstracción, cómo entendemos y vivimos la propia realidad, nuestra personal aproximación a las cosas y los acontecimientos, la riqueza visual, la comprensión de las formas, en pocas palabras, una plusvalía del pensamiento.
El arte, de una manera lenta y callada, va construyendo a lo largo del tiempo, a partir de aportaciones y visiones personales una manera más rica y profunda en nuestra relación con la realidad y no estoy hablando sólo de los artistas plásticos, sino también de los músicos, los escritores, cineastas, los bailarines o los arquitectos. Todos ellos construyen nuestra realidad. Esta "necesidad" del arte es aún mayor ahora, que desmoronados los grandes "relatos" que daban sentido global a la existencia, están siendo sustituidos por el culto al dinero y el más vacío entretenimiento. Las magistrales aportaciones de artistas como Eduardo Chillida entre otros, enriquecen nuestra comprensión del mundo y son vitales para nuestra subsistencia y para nuestro futuro.
Las esculturas de Chillida no son sólo objetos, proponen una "mística" y constituyen un sentido abstracto de la realidad, que van más allá de lo visual, alcanzan la trascendencia y son capaces de transformar la realidad, nuestro entorno y nuestra propia conciencia, basta recordar el espacio del Peine del viento en Donostia para comprender este fenómeno. Pero no acaba ahí, un pequeño dibujo, un esquema, un logotipo, todo forma parte de esta dirección, esta transformación que poco a poco se integra en el imaginario colectivo. Podemos sentirnos orgullosos de formar parte de un colectivo bajo un símbolo creado por Chillida para la Universidad, por ejemplo. Todo el mundo reconoce sus formas y junto a otros artistas, forman y definen un sentido colectivo del espacio, del que todos participamos.
Volviendo al museo, si entendemos la importancia de la figura de Eduardo Chillida en esa construcción intelectual y sensible de un país, alcanzamos a comprender la trascendencia y necesidad de este museo. Es el espacio necesario y perfecto para dar consistencia y sentido a este proceso por el que las creaciones de un artista construyen pensamiento, a esta conquista por la que alcanzamos un sentido espacial abstracto vasco. Si perdemos Chillida Leku, no sólo perdemos un museo, terrible desgracia, sino que perdemos una parte de nosotros mismos, perdemos el "lugar" que nos explica cómo somos, cómo entendemos las cosas, cómo nos relacionamos con la realidad, el paisaje y nosotros mismos, y en este punto no tengo para olvidar, el comentario de un coleccionista americano, que reflexionando mientras paseábamos entre la esculturas de Chillida Leku, comenzaba a entender a los vascos.
No podemos dejar que se cierre. Es también responsabilidad de las instituciones encontrar una posible vía de salida, no perder su memoria, su manera de hacer las cosas, sus enseñanzas. Perder Chillida Leku, es como perder un fragmento de la línea de costa, es perder nuestro paisaje, perder nuestra filosofía y así nos perdernos nosotros mismos, y con ello una parte del sentimiento colectivo vasco.
Su posible desaparición nos hace más pequeños, nos cierra el horizonte, nos vuelve más pesados, casi inmóviles, incapaces de soñar. Un pueblo necesita de sus artistas, de aquellos que abren las fronteras, que nos muestran cómo podemos ser, nos enseñan a mirar la realidad con otros ojos, nos descubren partes desconocidas, y nos transforman como hombres nuevos. Eduardo Chillida lo ha hecho. El museo Chillida Leku mantiene viva su memoria y su conquista, si se cierra, somos nosotros los que cerramos los ojos y nuestra alma, somos nosotros quienes bajamos la mirada y perdemos el horizonte. Un país como el nuestro no puede permitírselo, necesitamos esos modelos. Si el Museo Chillida Leku acaba cerrando, no podremos levantar la mirada, pero esta vez, por vergüenza.