CUANDO vemos unas docenas de turistas vestidos a la usanza de su país o simplemente a su gusto, la cuestión no pasa de ser anecdótica: es algo pintoresco y agradable. Cuando eso mismo se presenta en grandes números y dentro de la vida normal de un país, la cuestión puede ser otra.

Es claro, aun cuando algunos se empeñen en negarlo, que en el Islam cualquier vestimenta obligatoria tiene un sentido religioso. Así, el hijab (velo de cabeza y a veces también de cuello), el chador (ropa talar hasta el suelo que deja descubierta la cara), el niqab (solo deja ver los ojos), el burka (cubre todo el cuerpo y deja una rejilla a la altura de los ojos) y las abayas o túnicas, ¿por qué resultan rechazables en nuestro mundo occidental cuando se presentan en forma masiva?

No son lo mismo unos velos que otros. Los que no dejan ver el rostro -niqab y burka- plantean un problema de seguridad y de relación social. ¿Qué diría nuestra policía si un grupo de individuos -hombres, mujeres, o de ambos sexos- saliéramos habitualmente a la calle con antifaces? Eso se ha tolerado en Carnaval o en bailes de disfraces, pero, como norma, es una amenaza a la identificación de la persona, y consiguientemente a la seguridad social.

Pero estas vestimentas son, además, tan exageradas, que no sólo dificultan de forma insuperable la identificación de la persona, sino que tampoco permiten una comunicación razonable: uno no sabe con quién está hablando. Evidentemente es también una barrera para la misma persona embutida en tales envoltorios.

El chador es también poco recomendable desde el punto de vista de la seguridad. Una persona envuelta de los pies a la cabeza, aun cuando deje visible la cara, puede camuflar a otra persona. Pero es que, además, hoy en día, la amenaza del terrorismo islámico convierte tanto faldón en un medio de fácil ocultación de armas, explosivos y otros utensilios peligrosos. Esto es igualmente aplicable al burqa.

No solo son estos los inconvenientes graves de tales vestimentas. Todas ellas, incluido el hijab, en la medida en que son de uso obligatorio para la mujer, la estigmatizan y son un signo de segregación femenina patente. Su presencia en calles y centros de cualquier clase representa una mala pedagogía social y un mal ejemplo para el resto de la población, que se irá acostumbrando a ver como cosa normal esta discriminación sexual y a aceptar el machismo que para nosotros implica, una y otro injustos e intolerables.

En la escuela es un disparate que nuestros hijos e hijas se acostumbren a ver a algunas de sus compañeras de clase como personas sometidas a indumentaria específica del sexo, no habitual en nuestra sociedad y, por tanto, segregadora y promotora de machismo. Desde el punto de vista de un Estado laico, el argumento es parecido al que ha hecho el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acerca del crucifijo en la escuela: afecta a la formación cívica del alumnado y lo inclina a posiciones religiosas determinadas, lo que va contra la laicidad del Estado en la que tanto insisten, cuando les conviene, algunos que se llaman progres.

Estamos pretendiendo la integración social y cultural. Lo lógico es que quienes vienen a nuestros países por voluntad propia se acomoden a nuestros hábitos sociales y culturales, si es que, de veras, quieren integrarse. Otra cosa es faltar a las normas elementales de la hospitalidad, falta de aprecio de los caracteres de la comunidad humana en la que se pretende convivir y, en realidad, dejando eufemismos y disfraces a un lado, un desprecio al entorno humano. Esto sí que es, en mi opinión, racismo de la más pura raigambre.

Algunos dicen que la población autóctona se aparta del inmigrante. Creo que esto en líneas generales es falso. De lo que se aparta la población autóctona es de personas que se empeñan en marcar la diferencia en sus vestimentas y manifestaciones sociales, como se aparta también de toda pretensión delictiva, sea de inmigrante o no. Pero entonces quienes en verdad se apartan son los que siguen esas conductas, sean extravagantes, sean delictivas.

A pesar de las cosas que se oyen y leen, y que frecuentemente me parecen sandeces, fruto de posiciones ideológicas demenciales o de la ignorancia, creo que Francia tiene toda la razón en prohibir el hijab o el burqa en las escuelas, en las calles y lugares públicos. Me parece una política mucho más coherente que la seguida aquí hasta ahora. El Estado es laico, reconoce y proclama la libertad religiosa, pero lo primero es cumplir las leyes estatales vigentes. Frente a ellas no hay libertad que valga. Así pues, fuera signos distintivos y discriminatorios de carácter religioso o tendencia religiosa. La religión es asunto de la persona individual, sin perjuicio de que se haga también culto en comunidad, mientras ese culto no interfiera en la vida de los demás ciudadanos, ni atente a los principios fundamentales del derecho, y de la vida social y política del país en cuestión.