Lleva ya un par de años el mayor de casa sin saber qué carrera estudiar cuando le toque ir a la universidad, cosa que ocurrirá el curso que viene si no se cruza por el camino una examen de Selectividad particularmente aciago (¿cuándo demonios eliminarán esa prueba que sólo sirve para atemorizar a un alumnado que lleva todo el año hincando los codos y acojonado por lo que pueda pasar?). El chaval sabe más o menos cuál será su destino, pero no acaba de decidirse, en parte por su propia condición cambiante y en parte porque las notas de acceso a determinadas carreras obligan a brillar de manera especial durante los dos cursos de Bachillerato. En realidad, lo mismo nos ocurrió a todos los demás. Empiezas a crecer y el miedo te atenaza cuando debes tomar decisiones. No sé si algún gabinete de prospección sociológica habrá realizado estudios sobre el futuro universitario de nuestros adolescentes: qué quieren estudiar, si están seguros de su elección, si es por vocación o conveniencia... Sé de compañeros de COU de entonces que tenían muy claro cuál iba a ser su elección, bien porque sus padres les condujeron de manera antinatural, bien porque su vocación era tan intensa que no había manera de pararlos. Eran de los pocos. Los demás nos dejábamos llevar por la indecisión, o la molicie, o ambas cosas. En mi caso, y he aquí la confesión del día, pedí en casa estudiar cine en la UCLA o en París, ya que se acababa de cerrar la escuela oficial de Madrid: acabé estudiando Periodismo en Pamplona. Eso que ganó el cine.