UNO de los problemas más serios que están por resolver en España es que en nuestro país se produjo, hace más de treinta años, la transición política, pero a estas alturas aún no se ha producido la transición religiosa. De ahí, el desfase que existe, en este país, entre lo político y lo religioso. Un hecho más fuerte y de más graves consecuencias de lo que mucha gente se imagina.
Porque, entre otras cosas, este desfase es lo que explica, en gran medida, el malestar que se vive actualmente en la sociedad española. Un malestar que se pone de manifiesto en los continuos roces que existen entre la Iglesia y el Estado, entre la Conferencia Episcopal y el Gobierno del PSOE. No voy a recordar aquí los motivos concretos de roce y conflicto, entre la Iglesia y el Estado, ya que son cosas bien conocidas. Lo que quiero es aportar algunos elementos de reflexión que nos puedan ayudar para que mejoren, si es posible, los condicionantes de una convivencia que anda demasiado crispada.
Es un hecho, comprobado por la historia, que las religiones se suelen encontrar más a gusto y encajan mejor en las sociedades autoritarias que en los regímenes democráticos. Porque, en las comunidades pre-democráticas, coexisten los privilegios de los señores con la servidumbre de la gran masa de la población, que se ve obligada a soportar la dominación del poder más o menos totalitario. Y es un hecho que, en una sociedad, la religión es seguramente el principal aparato que legitima y promueve la sumisión ideológica al poder. Más de una vez se ha dicho que, al Estado autoritario, Dios le resulta más barato que la Policía. Pero es claro que, en las sociedades autoritarias, los privilegios y el bienestar de la religión se edifican sobre la privación o mutilación de derechos y libertades de los ciudadanos.
Este lamentable papel de la religión quedaba suficientemente disimulado, en el régimen anterior, cuando los intereses de la Iglesia y el Estado eran coincidentes. Por eso se comprende que, en los cuarenta años de la pasada dictadura, lo primero que hacían los obispos españoles, en cuanto recibían la ordenación episcopal, era ir a visitar a Franco y ante él pronunciaban el siguiente juramento: "Ante Dios y los Santos Evangelios juro y prometo, como corresponde a un obispo, fidelidad al Estado español y al Gobierno establecido según las leyes españolas. Juro y prometo, además, no tomar parte en ningún acuerdo ni asistir a ninguna reunión que pueda perjudicar al Estado español y al orden público, y haré observar a mi clero igual conducta".
Así quedaron las cosas legalmente al morir el dictador. El problema que hoy tenemos en España, en cuanto se refiere a todo este asunto, radica en que la transición democrática resultó mejor y fue más rápida de lo que cabía esperar, pero, en aquel proceso de cambio, quedó algún cabo suelto, el tema de la religión. Y ahora nos damos cuenta de que no era un "cabo", sino un "capitán general". Es verdad que los obispos apoyaron la instauración de la democracia y aceptaron la nueva Constitución. Además, la Iglesia no intentó formar un bloque ideológico católico. Ni jugó la baza de crear un partido político confesional ni condenó a los partidos de izquierda. Pero también es cierto que la Iglesia se movió bajo cuerda para sacar dos textos legales que han sido determinantes para asegurar sus privilegios: la mención especial al mantenimiento de las "relaciones de cooperación con la Iglesia católica", en el art. 16, 3 de la Constitución. Y los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979, que, en cuestiones muy fundamentales de orden económico y legal, son sencillamente anti-constitucionales.
El hecho es que la sociedad española se ha secularizado a una velocidad de vértigo, mientras que la jerarquía eclesiástica española, planificada desde Roma con criterios excesivamente conservadores, se ha escorado hacia una coincidencia manifiesta con la derecha política, lo que ha tenido como consecuencia que en España coinciden en este momento la creciente progresión democrática con una alarmante regresión religiosa. Así las cosas, hoy es imposible en España una sociedad verdaderamente laica. Lo cual quiere decir que, en este país, hoy es imposible una sociedad verdaderamente igualitaria. Baste pensar que los ciudadanos confesionalmente católicos gozan de facilidades y privilegios de los que no gozan los ciudadanos que pertenecen a otras confesiones religiosas. Por otra parte -y esto agrava la situación-, los obispos españoles, amparados en la presunta coincidencia de sus exigencias morales con la sedicente ley natural, se empeñan en que el poder legislativo declare como delitos cosas que la moral católica enjuicia como pecados.
Así las cosas, todos salimos perdiendo. El Gobierno de la nación, que no consigue acallar a los obispos y a la derecha más ultramontana concediendo beneficios económicos. Los muchos ciudadanos españoles, que, como creyentes, no tienen más remedio que estar en contra de determinadas leyes civiles, de la misma manera que muchos ciudadanos no-creyentes están en contra de leyes impuestas por la religión con las que no están de acuerdo. Y ya, puestos a quedar mal, hasta la Iglesia se ve perseguida, marginada y ofendida en el país de la Unión Europea que más dinero le concede y en el que todavía conserva privilegios que ya no se admiten en ninguna parte. En definitiva, en este país o Iglesia y Estado se ponen cada cual en su sitio o tendremos pendencias, malestar y fracturas para mucho tiempo. Con detrimento de todos.
DE nuevo en pleno 2010 una alcaldesa del Partido Socialista de Euskadi otorgándose el cargo de censuradora ha retirado de la biblioteca municipal de Basauri un libro publicado el año pasado. La alcaldesa Loly de Juan no ha tenido inconveniente en mandar retirar de las estanterías la obra El manual del torturador español de Xabier Makazaga. No hace mucho los dirigentes navarros se enfrascaron en algo muy parecido, intentaron retirar de la biblioteca de Barañain y de algunas otras bibliotecas navarras los periódicos Gara y Berria. Se armó una imponente polvareda. (...) Apañados vamos si dejamos en manos de estos políticos qué libros se pueden leer y qué libros están prohibidos. Las bibliotecas desde siempre han sido espacios de libertad; pero estos nuevos demócratas quieren decidir qué libros se pueden comprar y cuáles no, discriminando los derechos y la dignidad de los usuarios y de los profesionales; es decir que estos políticos aprendices de censores tratan de sustituir los criterios técnicos de los profesionales por sus criterios políticos.
Aburridos estamos, ante estos casos tan evidentes de censura, de recordar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Manifiesto Público de la Unesco sobre las Bibliotecas Públicas. Los textos y las ideas no pueden estar más claramente expuestas: ni los fondos de las bibliotecas públicas ni los servicios pueden estar sujetos a la censura ideológica, política, religiosa; la libertad de opinión y expresión son derechos inalienables, por lo que los ciudadanos no podrán ser molestados a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas por cualquier medio de expresión. Igualmente, queda claro el papel de los profesionales de las bibliotecas en cuanto a la selección del fondo bibliográfico: la adquisición de los fondos bibliográficos se basará en los criteros profesionales de los bibliotecarios y bibliotecarias, sin tener en cuenta las circunstacias políticas, aunque si se estimarán la lengua y la cultura donde se encuentre ubicada la biblioteca.
Desde que en 1478 por primera vez se instauró la Inquisición en la Península Ibérica, no ha dejado de funcionar, y sin duda ha dado sus frutos. Su creación tuvo como finalidad censurar y prohibir las publicaciones que no coincidían o molestaban al poder. En el siglo XV y posteriores fue la Iglesia la encargada de imponer el control ideológico en la sociedad, hoy ya en el siglo XXI son los políticos los que no se ruborizan en convertirse en los nuevos inquisidores, y condenar aquellas publicaciones que no coinciden con sus ideas políticas.