Todos tenemos nuestras pequeñas perversiones. A mí, perdónenme, me molan las campañas electorales. Un destacadísimo político vasco, cuyo nombre no revelaré porque me dijo lo que me dijo cuando ya había apagado la grabadora, sostenía hace ya unos cuantos años que en este país se vota demasiado. Él se refería, no se me escandalicen, a que por estas latitudes siempre hay una cita electoral en el horizonte que mediatiza la actividad político-institucional. Y razón no le falta. Pero van para dos años sin una campaña que echarnos a la boca y, lo confieso, ya tengo mono. No es masoquismo, aunque ciertamente lo roza. Hay toda una corriente filosófico-política en torno a la corrupción de la democracia que supone el hecho de convertir al ciudadano en una oveja más del rebaño a las órdenes del pastor del poder. Bueno, se lo dejo ahí, ni quiero ni puedo aportar nada que otros no hayan hecho antes mejor. Pero, en cualquiera de los casos, esta pobre democracia, más o menos maltrecha, tiene catorce días fabulosos cada cuatro años en los que hasta el último miembro de la casta dirigente tiene los congojos de corbata. Y mola. Sobre todo porque alguno se cree que el ciudadano está dotado de un sistema de que le borra la memoria de las promesas incumplidas, de los desmanes, de las vergüenzas y, en algunos casos, de los delitos. Y aunque así sea, el miedo a que el falle y el votante le dé por saco está ahí y eso está bien; igual que aquel esclavo que sostenía el laurel sobre la cabeza de César victorioso susurrándole al oído "recuerda que eres mortal".
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