por manuel torres (*)
CON 68 años cumplidos, ahíto de premios por su dilatada investigación sobre agujeros negros, cosmología y gravitación cuántica, y postrado en su silla de ruedas por culpa de una esclerosis amiotrófica, Stephen Hawking vuelve a agitar los más profundos valores y contradicciones de nuestro modo de ser y pensar, y lo hace con energía titánica pese a su reducida movilidad.
Después de hurgar a fondo en los enigmas del cosmos sin moverse del sitio, el sabio británico parece haber llegado a la conclusión de que Dios no existe, que no creó el mundo en seis días, descansando al séptimo, que Eva no proviene de una costilla y un trozo de barro, y que nada de eso es cierto a falta de pruebas que lo refuten (aunque luego diga admitir la existencia de extraterrestres). Por contra, Hawking considera que el universo se creó a sí mismo sin la mano de la divinidad. Ésa es la tesis que formula en su ensayo The Grand Design, que aparecerá en breve coincidiendo con la visita del Pontífice al Reino Unido.
Pese a la polvareda levantada por defensores y detractores, tirándose a degüello con sesudos argumentos de uno y otro jaez, lo más verosímil es pensar que Hawking, de aguda ironía, no esté haciendo sino armar su propia fiesta promocional, eso sí, siguiendo las sutiles pautas dictadas por Westminster para hacerle saber a Benedicto XVI que pisará tierra anglicana. Con todo, la polémica está servida.
Hace apenas unos meses, Hawking se declaraba partidario de la existencia de alienígenas por esas galaxias de Dios (o a saber de quién), a la vez que nos aconsejaba no confraternizar en caso de coincidir con ellos. Y lo argumentaba diciendo que los selenitas podrían venir a la Tierra con propósitos similares a los que albergó Colón cuando recaló en el nuevo mundo. De ser así, podemos deducir que la película E.T. resulta tener más fundamento que la Biblia.
Estas curiosas controversias me llevan a admitir que, pese al discutido y discutible avance de la humanidad, vivimos días de grandes revelaciones y prodigios en los albores de este tercer milenio, y que quizá deberíamos considerar a nuestra especie como inherente a lo inevitable. Por tanto, aquel científico irreductible que cargue con toda la artillería ilustrada a sus espaldas, en el ánimo de desmontar los enigmas intrínsecos de la fe; o el creyente pertinaz que piense en demoler el edificio de la razón por medio de proyectiles teológicos, no harán más que colisionar en una contienda vana de la que deriva la esencia -contradictoria- del ser humano.
Einstein -un científico de pro- decía: "la ciencia sin religión está coja, y la religión sin la ciencia, ciega". El problema, como señala Jorge Wagensberg, es que la ciencia no puede demostrar ni que Dios existe ni que no existe. Del mismo modo que la fe no puede justificar la evidencia de toda esa pléyade de dioses -cada uno, único y verdadero en su respectiva fe- que pululan por ahí haciendo milagros o exigiendo venganza. Todo ello viene a secundar la cinética de la humanidad sostenida en el argumento ad ignorantiam, es decir, una falacia lógica basada en afirmar la verdad de una proposición sólo porque no se puede probar su falsedad, o bien afirmar su falsedad por no haberse podido probar como verdadera. Para que no se pierdan, ahí van un par de ejemplos: El purgatorio existe porque nadie ha demostrado lo contrario. O no hay vida en Saturno porque nadie ha demostrado que la haya.
Algo parecido formuló el filósofo y matemático Bertrand Russell, cuando se postulaba sobre los dogmas de la religión en el artículo Is there a God? (nunca publicado), donde proponía su famosa tesis conocida como La tetera de Russell: "Si yo digo que entre la Tierra y Marte hay una tetera de porcelana que gira alrededor del Sol en una órbita elíptica, nadie podría refutar mi aseveración, siempre que determinara que la tetera es muy pequeña para poder verse aún con los telescopios más potentes. Pero si dijera que -puesto que mi aseveración no puede ser refutada- dudar de ella es una presuntuosidad intolerable por parte de la razón humana, se pensaría que estoy diciendo bobadas. Sin embargo, si la existencia de dicha tetera se afirmara ya en libros antiguos, se enseñara cada domingo en las iglesias y a los niños en las escuelas, entonces vacilar sobre su existencia sería un signo de excentricidad, y quien dudara merecería la atención de un psiquiatra en un tiempo iluminado, o de un inquisidor en tiempos pasados".
Más allá de la polémica, lo cierto es que Hawkins no dice nada nuevo -puede que incluso este libro no sea más que un mero ardid editorial-. Con este texto se acerca tanto a lo dicho por Russell en 1952 como al concepto del dios de los huecos derivado del teísmo del siglo XIX, según el cual, lo que puede ser explicado por la razón humana queda fuera de la acción divina, por tanto, la acción de Dios se reduce a los huecos que la ciencia no podría explicar.
Para ilustrarlo: la descripción primitiva del sol, la luna, los truenos o los relámpagos, que se consideraban dioses u obras realizadas por dioses, a medida que la ciencia fue encontrando explicaciones, la necesidad de un dios para respaldar tales fenómenos se fue progresivamente debilitando porque los huecos en el conocimiento serían cada vez más pequeños.
En definitiva, Hawking alega que la física moderna excluye a Dios de cualquier teoría sobre el origen del Universo, afirmando que el Big Bang fue una consecuencia inevitable de las leyes de la física: "La creación espontánea -dice Hawking- es la razón por la que hay algo en lugar de nada, de por qué existe el Universo y de por qué existimos nosotros. Por tanto, no es necesario invocar a Dios para encender la mecha y poner en marcha el universo".
Sin embargo, en su Historia del tiempo, uno de los grandes best-sellers divulgativos publicado en 1988, Hawking sostenía lo contrario, que no había incompatibilidad entre la noción de Dios y una noción científica del universo. Allí planteaba que no resultaría difícil creer que Dios hubiera intervenido en el Big Bang: "Si desciframos la teoría completa, se descubrirá el último triunfo de la razón humana porque entonces conoceríamos la mente de Dios", decía.
Que Hawking se descuelgue ahora con estas reflexiones a golpe de best seller no nos resulta novedoso. Que el hombre tuviera la necesidad de inventar a Dios para superar su terror al infinito, a la muerte o la vida misma, no es preciso que él lo valide, estaba entre nosotros desde la Ilustración, y que tal quimera funcione en nuestra especie con valor lenitivo, es ya sabido, del mismo modo que lo fueron las ideologías (liberales y totalitarias) o el positivismo científico (con sus aciertos y desmanes en busca del progreso).
Lo inédito y extraordinario sería que la ciencia pudiera demostrar taxativamente la ausencia de Dios, y la religión la certeza empírica de su existencia. Pero ese reto, amigos, es el propio devenir de nuestra vida, pura contradicción.
* Psicoanalista
Lo más verosímil es pensar que Hawking, de aguda ironía, está armando su propia fiesta promocional
-
Lo inédito sería que la ciencia demostrara la ausencia de Dios o la fe, la certeza empírica de su existencia